lunes, marzo 27, 2023

Sentidos atrofiados

Mi abuelo José estaba como una tapia. Su “aparatillo para sordos” fue el primero que vi en mi vida; se componía de tres partes: un auricular de “plexiglás” que se metía en la oreja, un cablecillo trenzado a modo de tomiza, y el receptor, no más grande que un paquete de cigarrillos, que mi abuelo solía llevar en el bolsillo de la camisa o del chaleco. En realidad, no era muy eficiente; cuando mi abuelo no se enteraba de la conversación, daba unos golpecitos en el bolsillo portador y acababa llamando al intérprete:
   - ¡Trinidad!
Y mi abuela se ponía a su altura, le colocaba una mano en el hombro y, utilizando un tono de voz algo más elevado de lo normal (sin gritar), repetía la conversación hablando lentamente y vocalizando mucho.

Yo no estoy como una tapia, pero estamos en ello. Empecé con un aparatillo con pilas, que ocultaba detrás de la oreja; era un artefacto de pequeñas dimensiones que también se componía de tres partes: el mecanismo, que se sitúa en el lugar de la mosca en la oreja, o sea, detrás, un cablecillo transparente que va a meterse en el oído, y el auricular propiamente dicho, que va recubierto por una tulipa de goma. Cada pila vale 1€ y dura 4 o 5 días.
Hace aproximadamente un año pasé la ITV de audición y el técnico me dijo que la sordera iba en aumento y que, además, empezaba a afectarme el oído bueno; me recomendó usar 2 audífonos recargables al módico precio de 4.450€ cada uno, pero… en plena cuesta de enero (o diciembre) podía beneficiarme de un descuento del 50%.

Dos cosas:
   1. Da la sensación de que estar lisiado es un privilegio y hay que pagar las prótesis a precio de lujo.
   2. Tiene güevos que en una venta te puedan hacer un descuento del 50% y todavía ganen (se supone).

Como no me quedaba otro remedio compré los audífonos.
Primera incongruencia. Los audífonos se identifican por el color: rojo el de la derecha, azul el de la izquierda, esto es, al revés que en política.
El técnico (técnica en este caso) me enseñó a cargar los aparatos:
   - Ve. Los coloca tal que así: el rojo en el cargador de la derecha y el azul en el cargador de la izquierda. Cuando parpadeen en verde es que ya están cargados, cuando parpadeen en ámbar es que les falta carga.
   - ¡Ostras! -le dije- Si bajando por la calle Pelayo me quedo sin pilas y se me ponen a parpadear, la gente va a pensar que he puesto las luces de avería.
O la chica no lo pilló o es que era un “ciezo manío”.
   - No, no, parpadean seis o siete veces y se apagan. Otra ventaja que tienen estos audífonos es que se pueden conectar al teléfono por “blutuz” y así usted no tiene que llevarse el móvil al oído. Para descolgar basta que le dé dos golpecitos a uno de los audífonos, y para colgar le da un solo golpe.

Claro, así fue que me llamó mi amigo Letri. El Letri tiene un tono de voz muy grave, y a medida que habla lo baja aún más y me cuesta entenderlo; por eso, cuando hablamos por teléfono, lo voy cortando y yo también me enrollo porque así él va cambiando su tono de voz y puedo seguir mejor la conversación. Una de las veces que hablábamos y que yo me había enrollado, empezó a sonar mi teléfono.
   - Es que se había cortado -dijo El Letri-.
Y continuamos la conversación. Después de un ratito volví a tomar la palabra; me extrañó que mi amigo permaneciera callado:
   - ¡Antonio, Antonio…! ¿Taz ahí?
Antonio no estaba: se había vuelto a cortar. Recordé entonces que me había rascado la oreja, lo que debió ser suficiente para que el audífono interpretara que ya había hablado suficiente. Llamé otra vez al Letri para explicárselo; no sé si me creyó.

La última se inició el mes de agosto. Marco Antonio se quedó en Cubellas unos días y, como siempre, por la mañana vino a despertarme. Mientras me vestía, empezó a rebuscar en los cajones de la mesita de noche; encontró el auricular antiguo, el que funciona con pilas.
   - Agüélo, ¿me lo puedo poner?(agüélo no está mal acentuado, es tal como Marco lo pronuncia)-.
   - No tiene pilas. Espera a que me levante, te lo limpie y le ponga una nueva.
No esperó. Me trajo los útiles de limpieza y siguió escurcando hasta encontrar una pila. Una vez hube acabado la faena le puse el pinganillo y salió escopeteado. Lo oí hablar con la abuela en la cocina. No tardó en venir.
   - Ahora te lo pones tú.
   - Espérate a que acabe de vestirme.
Tampoco esperó; me metió el auricular a empujones y lo colocó como pudo. Me lo quité para irme al cuarto de baño y lo dejé sobre la mesita de noche. Mi sorpresa fue que, a la vuelta, vi que le faltaba la tulipa de goma. Marco y yo estuvimos un rato buscando: no apareció.
Lo que apareció días después fue el herpes que me escacharró el trigémino.
Debía de ser el mes de septiembre cuando en una visita al doctor “herpiano” me estuvo repasando los oídos.
  - Doctor -le dije-, hace tiempo que noto como si tuviese el conducto taponado. ¿Le podría echar un vistazo?
De mala gana, pero volvió a mirar.
   - Lo tiene usted perfectamente limpio.
   - Mejor así. Es que, a veces, me pica mucho y me rasco con un palillo. Me da la sensación de que el palillo no se introduce en el conducto.
   - Aparte del drenaje no tiene usted nada.
   - ¡Qué coño drenaje! -se me escapó-. Yo no llevo ningún drenaje.
Volvió a mirarme.
  - Pues sí. Parece que hay un cuerpo extraño. Ahora mismo se va usted al otorrino y que se lo saque; lo haría yo, pero no tengo el instrumental adecuado.
Quiosquera era de la opinión de que nos fuésemos a urgencias ya.
   - No -le dije-. Mejor comemos primero; ya sabes que en urgencias se suele tardar mucho rato.
Después de comer y repatingado ya en mi sillón, apareció Quiosquera con el bolso en la mano.
   - ¿Nos vamos ya?
   - ¿A dónde?
   - Al otorrino.
   - Ya he estado.
   - ¿Cómo que ya has estado?
Era cierto. Inmediatamente después de comer, me fui al lavabo, cogí unas pinzas de las que usa Quiosquera para quitarse los pelillos sobrantes y, al segundo intento, trinqué el cuerpo extraño, que no era otro que la tulipa del auricular viejo, y lo extirpé.
Me quedó la duda de si los médicos actuales, si no es con láser, no operan.

domingo, marzo 12, 2023

¡Ya le llego por...!

El sábado Diego Jr. celebró su cumpleaños con los compañeros de colegio y nos invitó a que asistiéramos a la sopla de las velitas. Camino de su casa lo encontramos acompañado de una recua de niños (18, creo) que venían del Parque de los Mosquitos, donde habían participado en el apaleamiento de una piñata. Marco Antonio y Ángel Alejandro vinieron escopeteados a subirse en la motoreta del yayo: uno en cada pierna, no sin antes haber discutido para hacer prevalecer su prioridad para sentarse sobre la pierna derecha del abuelo, dado que sentarse sobre la pierna izquierda conlleva la posibilidad de clavarse el aparato ortopédico en el culo.
    - Suegro, ¿por qué no entran al Mercadona y compran una tarta grande mientras yo coloco a estos niños en casa?
No encontré justificación para negarme, así que Quiosquera, los dos nietos pequeños y yo nos fuimos a comprar el pastel.
   - ¡Yayo, -dijo Ángel- quiero el pastel de la Patrulla Canina!
   - ¡No, al tete le gusta el Capitán América!
-rectificó Marco-.
Mientras ellos discutían, la abuela cogió el que le pareció mejor, del que, por cierto, no me enteré cuál era el grabado.

Cuando llegamos al ascensor de casa, Marco midió su estatura con Quiosquera. Recuerdo que cuando yo era pequeño, todos nos medíamos con la tita Aurelia, que era la más bajita de los hijos de mi abuelo Antonio. La diferencia con los niños de hoy es que nosotros decíamos algo así como:
   - ¡Ya le llego a la tita Aurelia por el hombro! ¡Ya casi estoy tan alto como la tita!
Ahora son más directos.
   - ¡Ya le llego a la yaya por las tetas! -dijo Marco.
Ángel no iba a ser menos; se puso junto a mí:
   - ¡Y yo le llego al yayo por la picha!
   - No, hombre. Me llegas por el ombligo.
   - ¡Y por la picha!
-insistió un tanto mosqueado-.
Debe ser cosa de la nueva educación sexual, que llama a las cosas por su nombre: al pan, pan y al vino, pan (o vino, no sé).