jueves, agosto 26, 2021

Polvo acústico

En una cena de Nochevieja donde predominaban los varones, se me ocurrió decir que el mayor placer del género humano era la comida: me llamaron maricón. Años después, en el aeropuerto de La Habana se me enrolló un empresario alicantino; la conversación fue larga, porque larga fue la espera del vuelo que debía llevarnos a Madrid. Luego de repasar la economía y la política española, llegó a la conclusión, y así me lo dijo, de que el mundo lo mueven dos verbos: comer y follar. Le di la razón basándome en los primeros capítulos del Génesis, según el cual Dios dijo a Adán y Eva cuando los echó del Paraíso: “Creced (comed) y multiplicaos (follad)”.
Cierto es que la vida está llena de pequeños (o grandes) placeres, pero son estos dos los que ocupan la mayor parte de nuestra vida y, dado que en el mundo occidental la comida apenas representa un problema, es el mandato “multiplicaos” el que nos ocupa la mente; hasta cierta edad, claro, porque llega un momento en que uno no come mucho, y follar, folla poco o nada. Es entonces cuando aprendemos a valorar otros placeres.

Al inicio de mi etapa laboral pasé bastante tiempo trabajando a la izquierda de una impresora de martillos y el ruido acabó perforándome el tímpano. Estuve varios años en tratamiento, incluso me hicieron un injerto (que no agarró) y al final lo dejé por imposible. Me quedaron secuelas: pérdida progresiva de la audición, ruido como quien se pega una caracola a la oreja y, lo peor, las infecciones que pillaba cuando me entraba agua en las orejas. Esta última secuela la pude controlar con algodoncillos, tapones de cera y un tapón especial que me hicieron a medida; y, por supuesto, huyendo de toda humedad cercana a la cabeza.

Bastantes años después, estando en Aguadulce, me levanté una mañana con el oído izquierdo taponado y, teniendo en cuenta que el tímpano averiado era el derecho, quedé sordo como una tapia, Un médico joven de la Clínica Mediterráneo me sacó el tapón y me revisó ambos oídos.
-¿Es este el oído perforado?
-preguntó-. Mire aquí señora -dijo a Quiosquera-.
Quiosquera miró y no vio nada raro.
-¿Ve usted algún agujero?
-insistió el médico-. No puede ver agujero porque se ha cerrado la perforación.

La verdad es que aún hoy no me lo acabo de creer, a no ser que, después de 15 años sin mojarme las orejas, se me hubiera formado una capa de mugre que hiciera las veces de tímpano. Aquello implicaba que ya podía ponerme un aparatillo para sordos y merqué un audífono. No es que oiga a la perfección, pero en algo hemos mejorado. Tiene un pequeño defecto y es que el oído se va irritando y acaba picándome como un demonio. Y como no hay mal que por bien no venga, ese picor es la fuente del mayor placer que puedo permitirme a estas alturas. Cuando acerco un bastoncillo al epicentro picante, se dispara una sensación de placer que llega a su máxima intensidad al tocar el punto G. Es un orgasmo de tres segundos que se puede repetir en un par de ocasiones más, aunque la intensidad no sea la misma. Es a esto a lo que llamo polvo acústico. Para que el lector se haga una idea, imagínese un brazo o pierna escayolado que pica, y que a la aguja de hacer calceta le falta como un milímetro para llegar al punto central de la zona afectada... empuje hasta el fondo la aguja, más, más, más… ¿ya?. Pues eleve esa sensación a la enésima potencia y sabrá lo que es un polvo acústico.

Nota.- Hay verbos que no acostumbro a utilizar, pero en este caso no he podido encontrar el eufemismo adecuado. Me pasa como a Isabelica la Pelá que mandó a su Maribelilla al médico con la Adelina porque ella no sabía decir “cagueta en palabras finas”.

viernes, agosto 06, 2021

La barbería

Desde que Dios confundió sus lenguas mientras construían la Torre de Babel, los humanos han hecho lo posible para mantener la comunicación entre ellos, y a estas alturas de la historia, mal lo tienes si no disfrutas de educación bilingüe o no dominas dos o tres idiomas. Para eso se inventaron las escuelas de idiomas.
No siempre ha sido así. Los griegos inventaron el ágora para fomentar el intercambio de opiniones, los romanos recurrieron al foro y los europeos, mediada ya la Edad Media, inauguraron el parlamento. Estas instituciones, y otras que aparecieron en otros lugares, fueron siendo dominadas por los profesionales de la política, y el pueblo llano volvió a perder la sede del comadreo y la discusión. A mediados del siglo XIII, la Iglesia echó mano a las prácticas paganas de ir al oráculo a contarle sus penas a los dioses, e inventó la confesión. Durante mucho tiempo fue un buen invento, pero, sobre todo los varones, no acababan de fiarse del cura y buscaron otras alternativas. En una época en que la gente ni se pelaba ni se afeitaba, los barberos tuvieron que buscarse la vida sacando muelas y sajando granos, que por algo eran expertos en navajas. A falta de anestesia, el profesional barbero desviaba la atención del paciente contando historias reales o inventadas (de ahí, “hablas más que un sacamuelas”) y era necesario que estuviese al día de las últimas noticias acaecidas en la villa; a falta de periódicos, los parroquianos acudieron a él para mantenerse informados, convirtiéndose la barbería en el centro de información e intercambio de opiniones de los pueblos.

De pequeño yo solía pasar bastantes ratos en la barbería de mi pueblo. Había varias razones; por una parte, era compañero de pupitre del Barberillo chico y, si bien pasábamos el día chinchándonos, éramos buenos amigos; y por otra, en la barbería solía haber tebeos atrasados y mi amigo me proporcionaba lectura. Me encantaba el sonido de las tijeras en manos de Frasquito el Barbero: “Chas, chas (corte de las greñas) …, chas, chas… chas, chas, chas (Frasquito tijereteaba al aire y liberaba las tijeras de los pelillos adheridos)”. No he vuelto a oír ese sonsonete desde que dejé de pelarme en El Pozuelo. Pero a lo que iba. En la época en que sitúo la historia, Joseíllo el del Rico tenía novia en La Rábita (en Mochilas, creo) y sus futuros suegros no lo querían porque tenían preparada a la niña para un pariente francés. Uno de aquellos fines de semana, tras un breve (o no) recalentón, Joseíllo se llevó la novia. Los papás de la niña montaron en cólera y avisaron al francés, que en un par de días hizo acto de presencia en La Rábita. La niña, por supuesto, continuó viviendo con su novio. Tras varios días en que apenas salían de la cama (o eso se decía), la joven dijo que tenía que ir a casa de sus padres a recoger algo de ropa (ya era hora de vestirse) y algunos objetos de su propiedad. Minutos después la vieron pasar con el francés camino de Gabachilandia.

Durante días, esa fue la conversación estrella de la barbería.
- Pobre chico, apenas unos días casado y lo deja la mujer. ¡Qué golpe! -decía uno-.
Bueno -decía otro-, pero él le ha hechos los roces y eso no hay quien se lo quite. El que andará jodido toda su vida es el francés que es el que lleva los cuernos.

Yo andaba enfrascado en mi tebeo, con las orejas tiesas pendiente de la conversación. Habló el experto:
- ¡Qué va! Mi primo, que está en Francia dice que allí no es como aquí; ellos no le dan importancia a eso. Dice que a lo mejor llega un tío a casa de su vecino y le dice: “¿Me prestas tu mujer este fin de semana?”, y se la lleva de excursión o a lo que haga falta. No son como nosotros que los cuernos son una vergüenza.

¡Coño con los franceses!, pensé. Lo que no me cuadraba es que no pintase nada la opinión de las mujeres. Claro que, pasado el tiempo, ves una película o lees una historia francesa con cuernos de por medio y siempre te presentan a Moguís, el cornudo con una sola ceja y cara de asesino, con la escopeta en la mano buscando al responsable de sus retorcidas astas.

martes, agosto 03, 2021

Productos de la tierra en el exilio

En mi exilio no siempre encuentro productos de la tierra; es por eso por lo que me ha gustado disponer de una pequeña extensión donde cultivar mis propias hortalizas.
No sé si por réplicas de los terremotos en Granada o por mor de otros fenómenos meteorológicos, este invierno se me han venido abajo los balates que sustentaban mis bancales y he tenido que recurrir a Agroman para que enmangarille las tierras. Me ha quedado una finquilla plana, un tanto reducida respecto a su extensión primitiva, que he compensado metiendo en labor una cabezaílla que tenía abandonada. A final me han quedado unos 8000 cm2 de cultivo. Con todo, la siembra ha sido tardía y, cuando debía de tener el maíz emparaje de hacerme una moraga de panochas, estoy con los primeros tomates en flor. No sé si antes de que lleguen los primeros fríos, me habrá dado una cosecha capaz de amortizar la inversión.

Lo mismo aprovecho que me voy unos días a Aguadulce y compro en El Ejido un invernadero prefabricado.

domingo, agosto 01, 2021

Productos de la tierra

A los 12 años salí de casa de mis padres y, salvo en vacaciones, no volví. A los 21 años salí de mi patria chica y, salvo en vacaciones, tampoco he vuelto. Joseíco el Maturruña llama a mi hijo “el catalán” y, aquí, tengo amigos o conocidos que creen echarme un piropo cuando me dicen que yo no parezco andaluz o que soy poco andaluz. Sin embargo, a mí me parece que cada día echo más de menos mi tierra y, cuando en Carrefour o Lidl veo el eslogan “productes de la nostra terra” o “fet a casa”, me imagino comprando tomates de la Costa Tropical o pestiños de Vélez Benaudalla.

De hecho, empiezo el día con una naranja de Rioja, un café con leche Puleva y una Maritoñi o una torta de aceite Isabel Rosales; o simplemente una rebanada de pan, lo más cortijero posible, y un chorreón de aceite Oro del desierto.

Para mediodía me gusta tomarme de aperitivo un quinto de cerveza Alhambra tradicional con unas lonchitas de jamón de Trevélez, y seguir con un gazpacho andaluz de tomates de El Ejido, pepino de Almería, pimientos de Agruportícola, agua de Lanjarón, aceite de Jaén y vinagre de Jerez (esto último desde que Correa cerró la bodega y dejó de vender el vinagre más parecido al que traía Rosendo el Rico desde los Ayusos, que yo he conocido). De primero, un pucherillo de verano o unas lentejas viudas, eso sí, con una morcillica malagueña o de Serón, dado que ya no es posible acceder a la morcilla casera ni siquiera a la de Si… si… món; las migas completas, con harina de Murcia y sardinas del Mediterráneo, quedan para el invierno. De segundo, bien podrían ser unas berenjenas con miel de caña de Frigiliana, regadas con vino Costa. El postre puede ser cualquier cosa que cuelgue de un árbol o arbusto, aunque últimamente me ha dado por el mango de Almuñécar o Nerja y, cuando hay, uva de Almería.

La comida nocturna suele ser más ligera: me dijo el médico que, como por la noche no hay que ir a trabajar, se debe comer poco y liviano; claro que tampoco trabajo el resto del día y puedo comerme lo que me dé la gana. Le hago caso de todos modos y me conformo con una 1925 o un vasito de vino Tetas de la Sacristana de Laujar, y unas cuantas lonchas de jamón vegetal, esto es, de bellota, que me dijo la cardióloga que, puesto que tenía problemas de coronarias, el jamón tenía que ser del más caro. Y de postre flan Dhul. También por consejo médico, antes de dormir me zampo una onza de chocolate subsahariano; no sé si lo del chocolate tiene que ver con la salud o si me lo mandó como sustituto del sexo. Ya se sabe que, a partir de ciertas edades, sólo hay dos opciones: Viagra o chocolate.

Y paro aquí, porque me vienen a la memoria tantas cosas que echo en falta, que no acabaría nunca el artículo. Tengo que decir que estoy esperando que pase la pandemia para acercarme unos días por mi tierra con la intención de probar Poeta en Nueva York, de la bodega posiblemente más pequeña del mundo: Rambla de Huarea.

Releo lo que acabo de escribir y me surge una pregunta reflexiva:
Si tantas cosas echo a faltar, ¿qué coño hago yo viviendo en el extranjero?