viernes, junio 05, 2009

Las paletas de Juanillo

En mi niñez, la mayoría de mis amigos eran conocidos por el diminutivo de su nombre seguido del nombre de su madre; así hablábamos de Paquito el de Amalia, Paquito el de Rosa o Juanico el de Lola. Había algunos, sin embargo, que tenían nombre propio como Tres Perrillas, el Nan Cortés o el Pollito. Juanillo el de la Maritina era, y es, como su nombre indica, hijo de Maritina y el Sordo. Unos meses mayor que yo, es de los pocos amigos de mi niñez con el nunca tuve una pelea ni dialéctica ni a puñetazos, si bien es cierto que Juanillo, a excepción de algunas trifulcas con Paquito el de Rosa, no se prodigaba en peleas.

Muchas veces me ha referido la silenciosa disputa que mantenía conmigo en la escuela en el arte de resolver problemas matemáticos y reconoce con orgullo que, aunque habitualmente le ganaba en los complicados, no se dejaba mojar la oreja con facilidad y otro gallo hubiera cantado de haber podido él cursar estudios superiores. Normalmente, Juan acaba su disertación con la misma frase:
- Para las matemáticas, el Pique y Antoñico; para ligar, Refalillo.

Pero no está aquí Juanillo por méritos matemáticos sino por sus paletas. Además de los juegos de temporada (el trompo, las charpas, los libritos o el caliche), los críos de entonces intentábamos emular al Guerrero del Antifaz, al Capitán Trueno, Sigur el Vikingo o Don Z y jugábamos a espadachines. Las armas las confeccionábamos nosotros mismos y utilizábamos la caña como materia prima. Caña que podíamos obtener en un cañaveral o en cualquier seto. Se trataba de buscar un ejemplar suficientemente recio, le hacíamos dos agujeritos paralelos a la altura de la empuñadura y la atravesábamos con otra caña mas fina para formar la cruz. Como es de suponer, nuestros mayores nos regañaban toda vez que, si la caña se partía, podía acabar pinchándonos un ojo. Y algo de eso sucedió. En el pueblo vecino, en medio de una demostración de esgrima, una caña atravesó el ojo de Eugenio el de Emilio. Con razones tan contundentes, mis amigos y yo dejamos de espadear por un tiempo.

Juanillo, que además de resolver problemas matemáticos, era capaz de razonar soluciones a otros problemas, decidió que, si la espada era de madera, el peligro de acabar con un ojo pinchado era menor. Decidido, entró en la cuadra y rebuscó hasta dar con un par de tablas que consideró adecuadas para fabricarse una espada en condiciones. Contento salía de la cuadra mientras imaginaba el arma terminada cuando, al pasar por detrás del burro, no pudo vencer la tentación y le dio un chinchonazo con una de las tablas; el burro contestó a la caricia en forma de coz, que fue a estrellarse sobre el morro de Juanillo.
Lo vi cuando su padre lo traía del médico; venía amorrado en el hombro de su progenitor con los labios aún manchados en una sangre que empezaba a secarse; las dos paletas superiores habían desaparecido por efecto de la coz. Desde entonces Juanillo era famoso por sus paletas, que tanto él como nosotros tomábamos a chanza. Por ejemplo, decíamos que era un buen portero porque cuando veía venir el balón sorbía por el hueco que quedaba entre sus dientes y así atraía la pelota.

Pasaron los años y Juan se hizo todo un mozalbete al que ya no le hacía tanta gracia la falta de sus incisivos, sobre todo al acercarse a una niña en edad de merecer. El dentista le llamó la atención por haber tardado tanto en ir a arreglarse la boca. Con el tiempo los dientes habían cedido y ya no le quedaba espacio para las dos paletas que le faltaban. Eran otros tiempos y el profesional no se estuvo a muchas historias; para taparle el agujero le colocó un solo diente más ancho de lo normal y “arreando que es gerundio”. Con todo, Juanillo quedó como un Adonis y, creo yo, abusaba de la sonrisa para mostrar al público su dentadura al completo.

En una de las veces que fui al pueblo de vacaciones me lo encontré y, como siempre, echamos una larga parrafada. Lo encontré extraño hasta que caí en la cuenta que no llevaba puesta su paleta. Cuando le hice el comentario me contestó.
- La he perdido y mi padre me ha dicho que ya no se gasta un duro más.
- ¡Hombre! Hay que tener en cuenta que siempre se puede producir una pérdida o una rotura por el uso.
- No lo entiendes; con ésta son tres las veces que la pierdo en poco tiempo. La primera llegué a casa achispado después de una noche de fiesta y al día siguiente no fui capaz de encontrarla. La segunda la perdí una vez que me caí de la moto. Y la tercera… -se rió-, en un baile le di un beso a una niña y... la paleta ya no estaba.

No sé si Juanillo me dijo toda la verdad ya que es muy dado a la broma, pero tal como me lo contó, lo cuento.

martes, junio 02, 2009

Israel-Jordania X


Era el último día de nuestra estancia en Oriente Próximo. Teníamos que volver a Jordania, visitar Jerash y tomar el vuelo hacia Madrid en Ammán. Saúl nos recogió temprano y nos trasladamos al puesto fronterizo del Puente de Allenby. El registro volvió a ser exhaustivo; aunque, en esta ocasión, se trataba de salir del país, los judíos registraron todos los rincones. Luego, el autocar enfiló el puente y se paró en tierra de nadie. Ya dijimos que los vehículos jordanos tienen permitido el acceso hasta el edificio de la aduana israelita pero que los vehículos hebreos no cruzan nunca el puente.
Saúl nos comunicó que teníamos que esperar hasta que llegase el autocar jordano que estaba haciendo los trámites en la frontera del país vecino. Para matar el tiempo nos habló de la Guerra de los Seis Días.
- La guerra se desató contra Egipto y Siria que eran los que hacían difícil el mantenimiento del Estado de Israel. No había nada contra Jordania pero la propaganda bélica de los sirios hablaba de que sus tropas se encontraban a las puertas de Jerusalén y que los egipcios también se acercaban por el sur. Así que picaron, mandaron a sus soldados a apoderarse de la parte de Jerusalén que no estaba en su poder y acabaron cruzando el Jordán y dejando atrás todas las tierras palestinas que se habían anexionado.
Debió ser por el sol que caía a plomo y calentaba el interior del autocar a límites insoportables, pero nadie respondió al discurso patriótico del guía, que tampoco se extendió demasiado. Lo oímos hablar por teléfono y bajó del autocar. Regresó al cabo de diez minutos.
- El autocar jordano se retrasa y nosotros no podemos esperar más, así que se irán en el autobús Jericó-Ammán.
En efecto, cerca del puente se paró el autobús de línea, hasta los topes de viajeros, y, como pudimos, nos hicimos un hueco entre ellos. De esta forma cruzamos el Puente Allenby en sentido contrario y dejamos atrás el estado de Israel. ¡Ah! No lo he dicho antes pero me encantó el gentilicio usado para denominar a los habitantes de Jerusalén: jerosolimitanos.

Al otro lado del puente, los guardias fronterizos se limitaron a pasar las hojas de nuestros pasaportes para cerciorarse que no llevábamos el sello israelita. No podíamos venir de ningún otro sitio pero los guardias tenían que cumplir las ordenanzas. Los equipajes no los miraron siquiera; al fin y al cabo procedíamos de Israel y saben que por aquella frontera no pasa ni una mosca que no esté dentro de reglamento.
Del autocar que debía estar esperándonos, ni rastro. La gente empezó a ponerse nerviosa. Quiosquera, extrañada, me preguntó.
- Te veo muy tranquilo, ¿cómo es eso?
- El visado comunitario lo tengo yo. En el peor de los casos tomamos un taxi hasta Ammán y desde allí, al aeropuerto. Nosotros no nos quedamos aquí.

De pronto se me acercó un morete.
- ¿Italiani?
- No, españoles.
- ¿Qué les ocurre?
Le conté la historia. Indagó sobre la agencia jordana con la que viajábamos pero no teníamos ni idea.
- No se preocupen. Seguro que viajan con el Doctor Hammed. Voy a hacer las gestiones necesarias y enseguida vuelvo.
Tardó más de media hora pero apareció con una sonrisa amplia.
- Efectivamente, viajan ustedes con el Doctor Hammed. He hablado con él y dice que el autocar ya viene de camino.
Los del grupo respiraron aliviados. Yo no. Caía un sol propio de la zona a las once y media de la mañana y estaba asfixiado. Entramos en unos barracones buscando sombra y algún lugar donde tomar algo fresco pero no lo encontramos. La sombra, sí. Algo fresco, no. Aguantamos como pudimos hasta que nuestro enlace apareció de nuevo.
- A partir de ahora, yo seré su guía.
Me olía a chamusquina pero no se nos ocurría otra salida que ponernos en sus manos.
-Yo los llevaré a Ammán y, a la noche, al aeropuerto.
- A ver. Nosotros teníamos que visitar primero Jerash.
- ¡Ah, no hay problema! Los llevaré a Gerasa. Déme el visado y los pasaportes y voy haciendo los trámites.
¡Hasta ahí podíamos llegar! En la frontera entre dos países de uñas y sin visado… Sin embargo mis compañeros de viaje echaron mano a sus documentos y me incitaron a entregar el visado. Le di la lista de pasajeros pero dije a Dalr y al Químico que no lo perdieran de vista. Con todos los ojos pendientes de su cogote, el moro entró en un barracón de oficinas; momentos después había desaparecido. Algunos se acercaron al barracón; los demás nos quedamos tiesos como estacas en el lugar de autos. Cuando, veinte minutos después, apareció, respiramos aliviados. Venía con un militar de graduación. Nos señaló y, aunque no habló por señas, entendí que le dijo que éramos los turistas. Casi al instante apareció otro autocar Jericó-Ammán (el bus de las 12,30) y el militar levanto la mano en señal de alto; se acerco al chófer, que también iba de uniforme, y habló con él. Inmediatamente hicieron bajar a los pasajeros y el guía se nos acercó.
- Ya tenemos medio de transporte. Suban los equipajes que salimos rumbo a Gerasa.
¡Los jodíos habían requisado un autobús de línea y lo ponían al servicio del Ministerio de Turismo!

Cargamos las maletas en los fondos del autocar y subimos. Prácticamente tocábamos a más de dos asientos por persona. Antes de las dos hicimos una parada en un chiringuito de carretera para comer. Cuando vimos el local se nos quitó el hambre de golpe. El Químico y su mujer habían hecho acopio de reservas durante el desayuno en el hotel y sacaron unos tarrillos de mermelada y margarina junto a unas rebanadas de pan. Nos lo repartimos como buenos hermanos. Lo que es comer, comimos poco pero lo hicimos sin ascos. Los riojanos querían que nos quedásemos un rato a la sombra ya que estaban empeñados en echar la siesta; era su costumbre y, entre unas cosas y otras, llevaban varios días sin practicar tan sano deporte. Como íbamos justos de tiempo les hicimos dormir en marcha. El autocar gemía a medida que subía una cuesta tan pendiente como el Tourmalet o La Madeleine. A la derecha se abría un barranco profundo. Por el vértigo y porque en esa zona daba el sol, me mudé a los asientos de la izquierda donde ya se había situado Quiosquera que departía con Conchita, la esposa del Químico. Cerré los ojos y, entre el sonsonete del motor y el calorcillo ambiental, di una cabezada.
- ¡Bummm!
Un estruendo seco me despertó de golpe. Aún no me había espabilado cuando oí gritar a Quiosquera.
- ¡Mi maleta!
Entonces miré por la ventanilla y lo vi. La puerta del maletero de la izquierda se había abierto y las maletas salían volando de una en una, rebotaban en la calzada y acababan en feliz aterrizaje junto a la cuneta.
El conductor paró el autocar en medio de la carretera y hubimos de bajar en busca del equipaje perdido. Menos mal que la puerta que se abrió fue la de la izquierda; de haber sido la otra, las maletas habrían acabado en el fondo del barranco.

No hubo nuevos contratiempos y llegamos a Jerash con ganas de contemplar las ruinas romanas que, según habíamos leído, sólo son equiparables a las de Éfeso en cuanto a estado de conservación y belleza. Nos detuvimos en el Tell próximo para hacer la foto panorámica, quedando en primer plano el Teatro Sur y la Plaza Elíptica y, al fondo, la ciudad actual. Entramos por la Puerta Sur, habiendo dejado atrás el Arco de Triunfo de Adriano y el Hipódromo, y fuimos a dar con el Foro, que representa la “joya de la corona”. Una plaza amplia en forma de elipse, rodeada en sus tres cuartas partes por dos filas de columnas que convergen en el Cardo Máximo; no sería extraño que Bernini las hubiese tomado como muestra al diseñar la columnata de la Plaza de San Pedro en el Vaticano. Una columna en el centro de la plaza debió ser el pedestal de una estatua; ahora sostiene un pebetero que arde durante el Festival de Jerash.
Abandonamos la plaza y giramos a la izquierda para llegar al Teatro Sur. Una excursión de jovencitas musulmanas, con uniforme verde y pañuelo blanco a la cabeza, ocupaba parte del escenario; entre lo que allí se veía sólo Dalr era potable y adecuado para su edad, así que las niñitas acabaron desmadradas intentando llamar la atención de nuestro mozo. Nuestro guía improvisado nos hizo subir unos cuantos peldaños y ocupar los asientos de una fila mientras él dejaba caer una moneda en medio del escenario. El tintineo de la moneda llegó alto y claro hasta nuestros oídos. Bordeamos en Templo de Zeus, donde unas cabras triscaban sin que nadie las molestase, y anduvimos entre los restos (columnas) de varias iglesias. Paramos junto a las columnas del Templo de Artemisa; allí, nuestro guía hizo una demostración de la forma en que se construía previendo vientos y terremotos: introdujo una llave entre dos bloques de piedra de una columna y pudimos apreciar cómo la llave quedaba aprisionada a causa del balanceo del bloque superior. Por las escaleras de la portada de la Catedral bajamos hasta el Cardo Máximo no sin antes hacernos la foto de rigor con el Ninfeo a nuestras espaldas. El Cardo Máximo atraviesa la ciudad desde la Puerta Norte hasta el Foro. Las losas que cubren el suelo presentan señales que los guías nos muestran como marcas dejadas por los carros que por ellas rodaban. Entre las losas se vislumbraba lo que constituyó el alcantarillado de la ciudad.


El retorno a Ammán se realizó sin mayores problemas. En el camino adelantamos al autocar de las jovencitas musulmanas, que mostraron su desinhibición jaleando a Dalr mientras los vehículos circulaban en paralelo. Nuestro guía cogió el micrófono y nos contó que él era palestino de Ramallah pero vivía en Ammán en tanto Cisjordania no obtuviese la independencia. Lorenzo de Girona comentó en voz alta que los palestinos, por lo que nos había contado Wali, se equivocaron al preferir los campos de concentración antes que vivir en territorio administrado por los judíos desde donde, quizás, hubieran podido influir positivamente en la consecución de un estado propio. El guía se mosqueó y nos obsequió con un mitin político en el que justificaba desde las acciones terroristas de Hamás hasta la invasión de Kuwait por Irak. Los malos eran los americanos y en la lucha contra ellos todo era lícito.

Llegamos a Ammán algo antes de las 8 de la tarde. En el Hotel Philadelphia pusieron una habitación a nuestra disposición y nos dijeron que pasáramos a cenar pronto ya que pasarían a recogernos sobre las 10. Perdimos de vista al guía y al conductor del autocar pero yo volvía a custodiar el visado por lo que también perdí todo vestigio de preocupación. Según el programa, la cena de aquella noche no estaba incluida pero, dado que nos habían dicho que cenásemos temprano, nos dirigimos al comedor. A mediodía comimos poco y nos desquitamos en el buffet libre. Cuando ya estábamos hasta el gollete, sacaron unas bandejas con los pasteles más variopintos y, sólo de postres, hicimos una nueva comida. Nos pusimos como el Quico.

En recepción no sabían nada de quién pasaría a recogernos. Decidimos que si a las 10 no había venido nadie, tomaríamos los taxis necesarios para que nos llevaran al aeropuerto. No hizo falta. A las 9 y media el conductor del autocar, todavía con su uniforme puesto, apareció en el hall. No vino el guía improvisado pero tampoco era preciso.
En el aeropuerto volvimos a quedar solos. Había cierto batiburrillo en la zona de facturación; la cola era inmensa pero no había nadie atendiendo a los viajeros. Al cabo del rato nos enteramos que se había estropeado el ordenador y no podían emitir las tarjetas de embarque. La comilona del Philadelphia estaba en plena ebullición digestiva y pedía agua; a aquella hora ya habían cerrado el bar y hubimos de aguantar. Finalmente embarcamos cerca de las 2 de la mañana. Como la facturación la hicimos de prisa, los asientos los repartieron a boleo y cada uno caímos donde Alá quiso. A mí me tocó junto a la mujer de uno de los riojanos que, a su vez, estaba al lado del Químico y su esposa que habían tenido la suerte de caer en asientos contiguos. Inmediatamente delante de ellos iba Quiosquera con la pareja de Zamora.
- Anda te cambio el asiento y así aguantas tú a tu mujer –le dije al riojano-.

Apenas despegamos sirvieron la cena. La mayoría pedimos una botella de agua fresquita para calmar la sed y nos colocamos en plan echar una cabezadita. Cuando abrí los ojos me encontré con la sonrisa del azafato. En la penumbra del avión, resaltaba el blanco de los ojos y los piños.
- ¿Cofi?
- Yeees.
Dijo algo más que no entendí, pero sólo podía ser sugar o milk, así que también contesté yes.
Aterrizamos en Madrid sobre las 5 de la mañana, hora de España, y nos dirigimos a la zona del puente aéreo. Allí nos dijeron que nuestro billete era de los baratos y, por tanto, no tendríamos vuelo hasta después de las 9. Se armó la marimorena. Habíamos aguantado estoicamente en el aeropuerto de Ammán un retraso de dos horas por problemas de ordenador pero no estábamos dispuestos a hacer lo mismo en suelo propio. Después de mucho discutir, nos dijeron que embarcaríamos sólo si sobraban plazas. Sobraron, de modo que poco después de las 9, molido y muerto de sueño, me encontraba ante la pantalla del ordenador de mi trabajo tecleando las instrucciones de un nuevo programa.