Las paletas de Juanillo
En mi niñez, la mayoría de mis amigos eran conocidos por el diminutivo de su nombre seguido del nombre de su madre; así hablábamos de Paquito el de Amalia, Paquito el de Rosa o Juanico el de Lola. Había algunos, sin embargo, que tenían nombre propio como Tres Perrillas, el Nan Cortés o el Pollito. Juanillo el de la Maritina era, y es, como su nombre indica, hijo de Maritina y el Sordo. Unos meses mayor que yo, es de los pocos amigos de mi niñez con el nunca tuve una pelea ni dialéctica ni a puñetazos, si bien es cierto que Juanillo, a excepción de algunas trifulcas con Paquito el de Rosa, no se prodigaba en peleas.
Muchas veces me ha referido la silenciosa disputa que mantenía conmigo en la escuela en el arte de resolver problemas matemáticos y reconoce con orgullo que, aunque habitualmente le ganaba en los complicados, no se dejaba mojar la oreja con facilidad y otro gallo hubiera cantado de haber podido él cursar estudios superiores. Normalmente, Juan acaba su disertación con la misma frase:
- Para las matemáticas, el Pique y Antoñico; para ligar, Refalillo.
Pero no está aquí Juanillo por méritos matemáticos sino por sus paletas. Además de los juegos de temporada (el trompo, las charpas, los libritos o el caliche), los críos de entonces intentábamos emular al Guerrero del Antifaz, al Capitán Trueno, Sigur el Vikingo o Don Z y jugábamos a espadachines. Las armas las confeccionábamos nosotros mismos y utilizábamos la caña como materia prima. Caña que podíamos obtener en un cañaveral o en cualquier seto. Se trataba de buscar un ejemplar suficientemente recio, le hacíamos dos agujeritos paralelos a la altura de la empuñadura y la atravesábamos con otra caña mas fina para formar la cruz. Como es de suponer, nuestros mayores nos regañaban toda vez que, si la caña se partía, podía acabar pinchándonos un ojo. Y algo de eso sucedió. En el pueblo vecino, en medio de una demostración de esgrima, una caña atravesó el ojo de Eugenio el de Emilio. Con razones tan contundentes, mis amigos y yo dejamos de espadear por un tiempo.
Juanillo, que además de resolver problemas matemáticos, era capaz de razonar soluciones a otros problemas, decidió que, si la espada era de madera, el peligro de acabar con un ojo pinchado era menor. Decidido, entró en la cuadra y rebuscó hasta dar con un par de tablas que consideró adecuadas para fabricarse una espada en condiciones. Contento salía de la cuadra mientras imaginaba el arma terminada cuando, al pasar por detrás del burro, no pudo vencer la tentación y le dio un chinchonazo con una de las tablas; el burro contestó a la caricia en forma de coz, que fue a estrellarse sobre el morro de Juanillo.
Lo vi cuando su padre lo traía del médico; venía amorrado en el hombro de su progenitor con los labios aún manchados en una sangre que empezaba a secarse; las dos paletas superiores habían desaparecido por efecto de la coz. Desde entonces Juanillo era famoso por sus paletas, que tanto él como nosotros tomábamos a chanza. Por ejemplo, decíamos que era un buen portero porque cuando veía venir el balón sorbía por el hueco que quedaba entre sus dientes y así atraía la pelota.
Pasaron los años y Juan se hizo todo un mozalbete al que ya no le hacía tanta gracia la falta de sus incisivos, sobre todo al acercarse a una niña en edad de merecer. El dentista le llamó la atención por haber tardado tanto en ir a arreglarse la boca. Con el tiempo los dientes habían cedido y ya no le quedaba espacio para las dos paletas que le faltaban. Eran otros tiempos y el profesional no se estuvo a muchas historias; para taparle el agujero le colocó un solo diente más ancho de lo normal y “arreando que es gerundio”. Con todo, Juanillo quedó como un Adonis y, creo yo, abusaba de la sonrisa para mostrar al público su dentadura al completo.
En una de las veces que fui al pueblo de vacaciones me lo encontré y, como siempre, echamos una larga parrafada. Lo encontré extraño hasta que caí en la cuenta que no llevaba puesta su paleta. Cuando le hice el comentario me contestó.
- La he perdido y mi padre me ha dicho que ya no se gasta un duro más.
- ¡Hombre! Hay que tener en cuenta que siempre se puede producir una pérdida o una rotura por el uso.
- No lo entiendes; con ésta son tres las veces que la pierdo en poco tiempo. La primera llegué a casa achispado después de una noche de fiesta y al día siguiente no fui capaz de encontrarla. La segunda la perdí una vez que me caí de la moto. Y la tercera… -se rió-, en un baile le di un beso a una niña y... la paleta ya no estaba.
No sé si Juanillo me dijo toda la verdad ya que es muy dado a la broma, pero tal como me lo contó, lo cuento.
Muchas veces me ha referido la silenciosa disputa que mantenía conmigo en la escuela en el arte de resolver problemas matemáticos y reconoce con orgullo que, aunque habitualmente le ganaba en los complicados, no se dejaba mojar la oreja con facilidad y otro gallo hubiera cantado de haber podido él cursar estudios superiores. Normalmente, Juan acaba su disertación con la misma frase:
- Para las matemáticas, el Pique y Antoñico; para ligar, Refalillo.
Pero no está aquí Juanillo por méritos matemáticos sino por sus paletas. Además de los juegos de temporada (el trompo, las charpas, los libritos o el caliche), los críos de entonces intentábamos emular al Guerrero del Antifaz, al Capitán Trueno, Sigur el Vikingo o Don Z y jugábamos a espadachines. Las armas las confeccionábamos nosotros mismos y utilizábamos la caña como materia prima. Caña que podíamos obtener en un cañaveral o en cualquier seto. Se trataba de buscar un ejemplar suficientemente recio, le hacíamos dos agujeritos paralelos a la altura de la empuñadura y la atravesábamos con otra caña mas fina para formar la cruz. Como es de suponer, nuestros mayores nos regañaban toda vez que, si la caña se partía, podía acabar pinchándonos un ojo. Y algo de eso sucedió. En el pueblo vecino, en medio de una demostración de esgrima, una caña atravesó el ojo de Eugenio el de Emilio. Con razones tan contundentes, mis amigos y yo dejamos de espadear por un tiempo.
Juanillo, que además de resolver problemas matemáticos, era capaz de razonar soluciones a otros problemas, decidió que, si la espada era de madera, el peligro de acabar con un ojo pinchado era menor. Decidido, entró en la cuadra y rebuscó hasta dar con un par de tablas que consideró adecuadas para fabricarse una espada en condiciones. Contento salía de la cuadra mientras imaginaba el arma terminada cuando, al pasar por detrás del burro, no pudo vencer la tentación y le dio un chinchonazo con una de las tablas; el burro contestó a la caricia en forma de coz, que fue a estrellarse sobre el morro de Juanillo.
Lo vi cuando su padre lo traía del médico; venía amorrado en el hombro de su progenitor con los labios aún manchados en una sangre que empezaba a secarse; las dos paletas superiores habían desaparecido por efecto de la coz. Desde entonces Juanillo era famoso por sus paletas, que tanto él como nosotros tomábamos a chanza. Por ejemplo, decíamos que era un buen portero porque cuando veía venir el balón sorbía por el hueco que quedaba entre sus dientes y así atraía la pelota.
Pasaron los años y Juan se hizo todo un mozalbete al que ya no le hacía tanta gracia la falta de sus incisivos, sobre todo al acercarse a una niña en edad de merecer. El dentista le llamó la atención por haber tardado tanto en ir a arreglarse la boca. Con el tiempo los dientes habían cedido y ya no le quedaba espacio para las dos paletas que le faltaban. Eran otros tiempos y el profesional no se estuvo a muchas historias; para taparle el agujero le colocó un solo diente más ancho de lo normal y “arreando que es gerundio”. Con todo, Juanillo quedó como un Adonis y, creo yo, abusaba de la sonrisa para mostrar al público su dentadura al completo.
En una de las veces que fui al pueblo de vacaciones me lo encontré y, como siempre, echamos una larga parrafada. Lo encontré extraño hasta que caí en la cuenta que no llevaba puesta su paleta. Cuando le hice el comentario me contestó.
- La he perdido y mi padre me ha dicho que ya no se gasta un duro más.
- ¡Hombre! Hay que tener en cuenta que siempre se puede producir una pérdida o una rotura por el uso.
- No lo entiendes; con ésta son tres las veces que la pierdo en poco tiempo. La primera llegué a casa achispado después de una noche de fiesta y al día siguiente no fui capaz de encontrarla. La segunda la perdí una vez que me caí de la moto. Y la tercera… -se rió-, en un baile le di un beso a una niña y... la paleta ya no estaba.
No sé si Juanillo me dijo toda la verdad ya que es muy dado a la broma, pero tal como me lo contó, lo cuento.
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