La balanza
Mi casa fue siempre como la Oficina Internacional de Pesas y Medidas, no porque mi padre tuviese nada que ver con la construcción del metro patrón o del kilo patrón, sino porque abundaban los instrumentos de pesar o medir. Desde el metro de costura de mi madre o la vara que usaba para marcar patrones, hasta la cinta métrica que empleaba mi padre para medir largos y anchos y calcular celemines; o desde la báscula para grandes bultos, hasta la romana capaz de pesar en kilogramos y libras.
Pasando por la balanza.
Nuestra balanza era de platillos: en uno se ponía el objeto a pesar (por lo general, simiente de pepino) y en el otro iban las pesas: de kilo, medio kilo, un cuarto… y unas pesetas antiguas que mi padre decía que eran “para calibrar”. Claro que yo no sabía lo que era calibrar; ahora creo que las pesetas valían para ajustar el fiel. Tampoco es seguro.
La cuestión es que la balanza era uno de mis juguetes favoritos cuando nadie me veía. Sobre todo me gustaba manipular las pequeñas pesas: la de gramo, 2 gramos, 5 gramos… y las pesetas, seguramente de Alfonso XIII, renegridas por el uso.
Cierto día, cuando llegó mi padre, me pilló llorando.
-¿Qué le pasa a mi niño?
-Que l’aparatilla –la hija menor de Antonio el Aparato- m’ha pegao y s’ha ío corriendo.
-Venga, no llores. La próxima vez le tiras con lo pilles donde no cojee.
Aquí hay discrepancias. Mi tita Aurelia contaba que fue mi abuelo el que me dio el consejo, mi tita Flora dice que fue mi padre, y yo, que no recuerdo esta parte de la historia, tengo que deducirlo a partir de la frase “tírale donde no cojee”. No era una expresión propia de mi abuelo, tampoco era habitual en mi padre, pero la he oído muchas veces en labios de mi tito Manolo. Así que me quedo con mi versión.
Pasaron varios días hasta que volví a coincidir con mi padre en la puerta del almacén. Esta vez me encontró jugando con mi entretenimiento favorito: la balanza de platillos. Es probable que estuviera averiguando el peso de una piedra o de uno de los vagones de mi tren (una lata de sardinas vacía, con un agujero en cada extremo para poder atarla a la lata siguiente con una guita. Es seguro que estaba sentado en el suelo, en mitad de la puerta.
-¿Cómo está mi machote?
Su machote estaba bien, pero mi padre cometió un tremendo error: a la vez que preguntaba por mi estado, me dio un ligero cachete en la cara. Ni corto ni perezoso, agarré uno de los platillos y se lo estampé en la cabeza.
-¡Hombre! ¿Le pegas a tu padre?
-El tito me ha dicho que al que me pegue le tire a la cabeza con lo primero que pille.
Queda mejor la versión de mi tita Flora: “Tu me has dicho…”
No recuerdo que, en adelante, me diese mi padre otro cachete. Ni en serio ni en broma.
Pasando por la balanza.
Nuestra balanza era de platillos: en uno se ponía el objeto a pesar (por lo general, simiente de pepino) y en el otro iban las pesas: de kilo, medio kilo, un cuarto… y unas pesetas antiguas que mi padre decía que eran “para calibrar”. Claro que yo no sabía lo que era calibrar; ahora creo que las pesetas valían para ajustar el fiel. Tampoco es seguro.
La cuestión es que la balanza era uno de mis juguetes favoritos cuando nadie me veía. Sobre todo me gustaba manipular las pequeñas pesas: la de gramo, 2 gramos, 5 gramos… y las pesetas, seguramente de Alfonso XIII, renegridas por el uso.
Cierto día, cuando llegó mi padre, me pilló llorando.
-¿Qué le pasa a mi niño?
-Que l’aparatilla –la hija menor de Antonio el Aparato- m’ha pegao y s’ha ío corriendo.
-Venga, no llores. La próxima vez le tiras con lo pilles donde no cojee.
Aquí hay discrepancias. Mi tita Aurelia contaba que fue mi abuelo el que me dio el consejo, mi tita Flora dice que fue mi padre, y yo, que no recuerdo esta parte de la historia, tengo que deducirlo a partir de la frase “tírale donde no cojee”. No era una expresión propia de mi abuelo, tampoco era habitual en mi padre, pero la he oído muchas veces en labios de mi tito Manolo. Así que me quedo con mi versión.
Pasaron varios días hasta que volví a coincidir con mi padre en la puerta del almacén. Esta vez me encontró jugando con mi entretenimiento favorito: la balanza de platillos. Es probable que estuviera averiguando el peso de una piedra o de uno de los vagones de mi tren (una lata de sardinas vacía, con un agujero en cada extremo para poder atarla a la lata siguiente con una guita. Es seguro que estaba sentado en el suelo, en mitad de la puerta.
-¿Cómo está mi machote?
Su machote estaba bien, pero mi padre cometió un tremendo error: a la vez que preguntaba por mi estado, me dio un ligero cachete en la cara. Ni corto ni perezoso, agarré uno de los platillos y se lo estampé en la cabeza.
-¡Hombre! ¿Le pegas a tu padre?
-El tito me ha dicho que al que me pegue le tire a la cabeza con lo primero que pille.
Queda mejor la versión de mi tita Flora: “Tu me has dicho…”
No recuerdo que, en adelante, me diese mi padre otro cachete. Ni en serio ni en broma.
2 comentarios:
En la casa rural de mi hermano están las dos romanas y los dos metros de madera que usaba mi abuelo cuando iba vendiendo con el carro. Tu entrada me lo ha recordado, gracias.
En un pueblo de Soria me enseñaron una vez lo que el dueño llamaba el museo: aperos de labranza de los que yo había visto en mi niñez. Disfruté más que contemplando pinturas de artistas afamados.
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