¡Tengo la castaña caliente!
Crecer a la sombra de dos tíos jóvenes, solteros y con ganas de cachondeo es divertido pero complicado. Corre uno el riesgo de convertirse en un sin crianza o en un cara dura de tomo y lomo. Hasta los siete años yo me crié junto a mi tío Paco y mi tío Manolo, hermanos menores de mi padre, y si no consiguieron convertirme en un sinvergüenza integral no fue porque no lo intentasen.
Mi tío Paco era el del chascarrillo, el que conocía la vida y milagros de todo el mundo y el que siempre tenía la anécdota simpática a punto para escupir. Mi tío Manolo no es que fuera más serio, es que era mucho más bruto y no necesitaba ni anécdotas ni chascarrillos para atraer mi atención. No sé si viene de familia o es vicio aprendido, pero cuando hincho la rueda de una bicicleta o aprieto un tornillo, me sorprendo mordiéndome la punta de la lengua tal como mi tío Manolo hacía cuando destripaba terrones con el legón.
Y como la tierra que trabajaban quedaba por detrás de mi casa, cada día me iba un rato con ellos “para echarles una mano”. A pesar de que ambos calculaban diariamente lo que me iban a pagar por el trabajo realizado, el verdadero pago lo daban en consejos.
- Cuando alguien te diga feo, tú le contestas: “pero tengo veintiún deo” –me enseñaba mi tío Paco-.
- Los hombres no lloran ni aunque lleven las tripas arrastrando –puntualizaba mi tío Manolo cuando me veía haciendo pucheros-.
No sé quién de los dos o si fueron ambos los que me enseñaron que la gurrina valía “para mear y para las niñas guapas”. Lo de mear lo entendí pronto pero no fui capaz de colegir qué podría hacer una niña guapa con el colgajillo. La cuestión es que, con el paso del tiempo, he llegado a dudar si determinadas anécdotas de mi vida sucedieron realmente o si fueron un simple invento de alguno de mis tíos.
En 1952 tuve que viajar a Granada y las circunstancias me obligaron a repetir la visita a menudo. Cada vez que volvía, mis tíos me preguntaban si ya me habían echado la cagarruta en la boca (al parecer, obligado peaje a que se habían de someter los visitantes primerizos) y qué cosas había visto en la ciudad o por el camino, y me lo hacían repetir delante de todo el mundo. Yo, cateto de nacimiento, narraba encantado las maravillas de la capital y las reflexiones que tales maravillas me sugerían.
Fue entre Lanjarón y Béznar donde vi por primera vez una vaca, animal que, para solaz de mis tíos, definí como una “cabra grande con tetas y cuernos”.
Me gustaba repetir cómo los aguadores voceaban su producto.
- ¡Eeeeéhhh, el agua!
Esto, que en la actualidad puede parecer extrañamente medieval, era costumbre común en las ciudades de interior, y digo de interior porque no lo vi ni en Almería ni en Málaga, ciudades que visité algunos años después. Los aguadores recorrían las calles más céntricas con su borriquilla y una especie de huevera metálica donde llevaban varios vasos; digo yo que para que, si se acercaban varios sedientos a la vez, no les diese la sensación de que bebían en un vaso chupado.
En todo caso, la anécdota que mis tíos más me hacían repetir era la de la castañera.
La Plaza de Bib-rambla era lo más parecido a Djemaa el Fna (Marrakech) que en Granada se podía ver por entonces. Vendedores de garrapiñadas, garbanzos tostados, perdices (patatas asadas), tostones (palomitas), etc. y aguadores, loteros y fotógrafos se repartían el espacio alrededor de la fuente. A la entrada de la plaza, según se viene de las Pasiegas, una señora de oscuro, pañuelo negro incluido, asaba castañas sobre la parrilla de un bidón preparado a tal fin.
- ¡Tengo la castaña caliente! –gritaba mientras envolvía el género en cucuruchos hechos con hojas del periódico Ideal (o Patria)-.
Ocho o diez metros hacia el centro de la plaza, un vendedor de boniatos le contestaba:
- ¡Tengo el boniato que arde!
Para mis tíos aquello era mejor que una película de Charlot.
- ¡Anda, Antoñico, cuenta como vendían castañas en la Plaza de Birrambla!
Y Antoñico repetía su cantinela:
- Había una mujer vendiendo castañas que decía: “¡Tengo la castaña caliente!”. Y un hombre le contestaba: “¡Tengo el moniato que arde!” .
Llegué a dudar que la historia fuese cierta pero, al cabo de los años, mi madre afirma que fue verdad. Y lo que mi madre dice, va a misa.
Mi tío Paco era el del chascarrillo, el que conocía la vida y milagros de todo el mundo y el que siempre tenía la anécdota simpática a punto para escupir. Mi tío Manolo no es que fuera más serio, es que era mucho más bruto y no necesitaba ni anécdotas ni chascarrillos para atraer mi atención. No sé si viene de familia o es vicio aprendido, pero cuando hincho la rueda de una bicicleta o aprieto un tornillo, me sorprendo mordiéndome la punta de la lengua tal como mi tío Manolo hacía cuando destripaba terrones con el legón.
Y como la tierra que trabajaban quedaba por detrás de mi casa, cada día me iba un rato con ellos “para echarles una mano”. A pesar de que ambos calculaban diariamente lo que me iban a pagar por el trabajo realizado, el verdadero pago lo daban en consejos.
- Cuando alguien te diga feo, tú le contestas: “pero tengo veintiún deo” –me enseñaba mi tío Paco-.
- Los hombres no lloran ni aunque lleven las tripas arrastrando –puntualizaba mi tío Manolo cuando me veía haciendo pucheros-.
No sé quién de los dos o si fueron ambos los que me enseñaron que la gurrina valía “para mear y para las niñas guapas”. Lo de mear lo entendí pronto pero no fui capaz de colegir qué podría hacer una niña guapa con el colgajillo. La cuestión es que, con el paso del tiempo, he llegado a dudar si determinadas anécdotas de mi vida sucedieron realmente o si fueron un simple invento de alguno de mis tíos.
En 1952 tuve que viajar a Granada y las circunstancias me obligaron a repetir la visita a menudo. Cada vez que volvía, mis tíos me preguntaban si ya me habían echado la cagarruta en la boca (al parecer, obligado peaje a que se habían de someter los visitantes primerizos) y qué cosas había visto en la ciudad o por el camino, y me lo hacían repetir delante de todo el mundo. Yo, cateto de nacimiento, narraba encantado las maravillas de la capital y las reflexiones que tales maravillas me sugerían.
Fue entre Lanjarón y Béznar donde vi por primera vez una vaca, animal que, para solaz de mis tíos, definí como una “cabra grande con tetas y cuernos”.
Me gustaba repetir cómo los aguadores voceaban su producto.
- ¡Eeeeéhhh, el agua!
Esto, que en la actualidad puede parecer extrañamente medieval, era costumbre común en las ciudades de interior, y digo de interior porque no lo vi ni en Almería ni en Málaga, ciudades que visité algunos años después. Los aguadores recorrían las calles más céntricas con su borriquilla y una especie de huevera metálica donde llevaban varios vasos; digo yo que para que, si se acercaban varios sedientos a la vez, no les diese la sensación de que bebían en un vaso chupado.
En todo caso, la anécdota que mis tíos más me hacían repetir era la de la castañera.
La Plaza de Bib-rambla era lo más parecido a Djemaa el Fna (Marrakech) que en Granada se podía ver por entonces. Vendedores de garrapiñadas, garbanzos tostados, perdices (patatas asadas), tostones (palomitas), etc. y aguadores, loteros y fotógrafos se repartían el espacio alrededor de la fuente. A la entrada de la plaza, según se viene de las Pasiegas, una señora de oscuro, pañuelo negro incluido, asaba castañas sobre la parrilla de un bidón preparado a tal fin.
- ¡Tengo la castaña caliente! –gritaba mientras envolvía el género en cucuruchos hechos con hojas del periódico Ideal (o Patria)-.
Ocho o diez metros hacia el centro de la plaza, un vendedor de boniatos le contestaba:
- ¡Tengo el boniato que arde!
Para mis tíos aquello era mejor que una película de Charlot.
- ¡Anda, Antoñico, cuenta como vendían castañas en la Plaza de Birrambla!
Y Antoñico repetía su cantinela:
- Había una mujer vendiendo castañas que decía: “¡Tengo la castaña caliente!”. Y un hombre le contestaba: “¡Tengo el moniato que arde!” .
Llegué a dudar que la historia fuese cierta pero, al cabo de los años, mi madre afirma que fue verdad. Y lo que mi madre dice, va a misa.
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