miércoles, octubre 19, 2011

¡Novatos!


Leo por ahí que algunas asociaciones de padres han solicitado al gobierno que prohíba las novatadas. Que yo sepa, las novatadas han estado prohibidas siempre o no han estado permitidas nunca; oficialmente, se entiende. El que cada septiembre-octubre resurja el tema en los Colegios Mayores y Residencias de estudiantes, me hace pensar que es cierta, al menos, una de las siguientes premisas:
· Los jóvenes actuales se han “amariconado” y se escagarrucian cuando a los 18 años han de separarse de las faldas de mamá. Han sido educados para sentirse dioses y son incapaces de controlar su soberbia aunque sea durante un brevísimo período de tiempo.
· Los jóvenes actuales carecen de conciencia y, un acto simpático e integrador como deberían ser las novatadas, lo transforman en torturas que hubieran hecho enrojecer hasta a los verdugos de la Inquisición (santa).

Quede claro que si a algún novato de mi quinta y de mi entorno le hubiesen aplicado alguno de los tormentos que describen los nuevos novatos, el veterano torturador hubiese tenido que ir a recoger sus dientes a la Fuente de las Batallas, sita en Puerta Real. Pero nosotros nos habíamos educado en la calle y los chavales mayores nos enseñaron cómo había que defenderse cuando alguien escupía el nombre de tu padre o te mojaba la oreja; nos habían echado de casa hacía mucho tiempo y veníamos con la experiencia de 7 u 8 años de mili (internado lo llamaban entonces); y eso, los veteranos lo sabían. Y los que no eran capaces o no querían soportar las novatadas, se iban con la música a otra parte; a ninguno de nosotros se le hubiera ocurrido llamar a papá y a su asociación para que pidiera al gobierno que aboliera las novatadas: estábamos en edad penal y, por tanto, en edad de defender personalmente los pocos derechos que teníamos.

Llegué al Colegio Mayor de San Bartolomé y Santiago de Granada en los primeros días del mes de octubre de 1967. Estaba bastante acojonado porque me habían dicho que la Universidad era muy dura y porque, una vez más, había de enfrentarme al reto de hacerme un hueco entre los nuevos compañeros. Por eso mismo me alegré cuando me encontré con Pepe Salcedo, un malagueño al que había conocido hacía menos de un año en el examen de Premio Extraordinario de Bachiller. Nos pusimos a hablar en la puerta del colegio mientras esperábamos que se hiciera la hora de almorzar; a los pocos minutos se nos acercó un individuo de aspecto magrebí aunque de tez menos oscura (vamos, se nos acercó un moro blanco), perfectamente trajeado y encorbatado.
- ¿Son ustedes nuevos alumnos del colegio?
- Sí –respondimos-.
En ese momento, una campana indicó que podíamos pasar al comedor. Yo iba callado; consciente de que aquella gente me superaba en cultura y educación, seguí el consejo de mi padre: cuando no tengas claro qué decir, mantén la boca cerrada.
Salcedo quiso acortar distancias.
- ¿Tú también estás en el colegio? – le preguntó al moro; después supimos que no era moro, era árabe del Líbano, país que, por entonces, era conocido como la Suiza del Próximo Oriente-.
El libanés se volvió con parsimonia y serio como un palo; con mucha suavidad pero con rabia en la voz, susurró.
- Cuando te dirijas a mí, me tratas de usted y de señor veterano. Y cuando yo te diga que te presentes, contesta –alzó ligeramente la voz- ¡SE PRESENTA LA PUTA NOVATA JOSÉ SALCEDO! ¿Entiendes, escoria?
Nos quedamos de pasta de boniato; nadie nos había advertido de esto ni sabíamos cuánto iba a durar, pero entendimos que eran las normas y que había que pasar por ello.

Las novatadas duraron algo más de una semana. Tuve la suerte que el grupo de Almería se convirtió en mi protector y, durante los oráculos, me dejaban encerrado en una de sus habitaciones, provisto de lectura y tabaco. También me dieron algunas lecciones de supervivencia.
- Las novatadas sólo pueden hacerse dentro del recinto del colegio y no estás obligado a obedecer. Es mejor que hagas lo que te piden con la mayor malafollá posible; si te encuentran simpático te darán mucho el coñazo y si no haces lo que dicen harán turnos para putearte toda la noche. Intenta pasar lo más desapercibido que puedas pero si alguno se pasa lo mandas tranquilamente a tomar por culo.
Funcionó. Bernardino me hizo servirle 120 granos de arroz, que siempre devolvía a la bandeja porque no estaban bien contados; a la quinta vez me metí el dedo en la nariz e hice intención de coger los granos con la mano; Bernardino me pidió cucharón y medio de paella y ahí acabó todo. Me hicieron un monumento (la cama desmontada y las piezas encima del armario), tuve que barrer la habitación y hacer la cama treinta y tantas veces, venían a las 3 de la mañana a que les contara un chiste, se iban cuando estaba a medias y luego volvían a las 5 para que acabara de contarlo… Los veteranos justifican las novatadas porque son una forma de conocer a los nuevos; es mentira: las novatadas sirven para que los novatos conozcan a los veteranos y sepan con quienes se pueden relacionar y con quienes no, y para crear unos ciertos lazos de solidaridad con el resto de novatos.

Nos bautizaron la víspera del Día de la Hispanidad. Aquella tarde, el Gran Caimán (el jefe de novatadas) me llamó a su habitación; estaba acompañado de su secretario Pulgarcito (el veterano señor Pulgar debería medir casi metro y medio) y me hizo una extraña pregunta:
- ¿Quieres bautizarte o prefieres que prescindamos de ti?
- ¿En qué consiste el bautizo? –pregunté-.
- Bueno, son una serie de putadas un poco más duras que las de estos días y es el acto por los que un novato se convierte en culebrín, paso previo para ser veterano el año que viene.
- Entonces me bautizo; ya que he llegado hasta aquí, por una tontería no quiero dejar el proceso incompleto.
Asintió. De un cajón sacó un carné con mi fotografía y me lo dio. El documento declaraba que yo era estudiante residente y bautizado en el Colegio Mayor de San Bartolomé y Santiago y, entre otros, me concedía el derecho de acceso a todas las facultades femeninas y a ligar con las alumnas de las vecinas Esclavas de María, a las que cariñosamente llamábamos Esclavas del Santiago.
Aquella noche, después de la cena, nos hicieron vestir el uniforme de maniobras (pijama, albornoz, papelera en la cabeza a modo de casco y escoba o paraguas como escopeta). Se apagaron todas las luces del colegio, nos pegaron un cabo de vela en el culo de la papelera y rezamos el Rosario de la Aurora a lo largo de los pasillos oscuros. Acabamos formados militarmente en el patio central central y, mientras los veteranos se asomaban por las barandas de los pisos superiores, cantamos el himno de los novatos:

Alafú, clan, clan,
Chinfún, clan, clan,
Chíbiri, bichíbiri, nebú…


Patio central. En la escalera de la izquierda habita Anacleto.

Al finalizar, los veteranos fueron tirando al patio las colillas de sus cigarrillos, que reventaban y chisporroteaban a nuestros pies. Luego, en fila de a uno, subimos por las escaleras de la derecha hasta la primera planta. Cada uno de nosotros se fue despojando del albornoz y del casco y dejándose resbalar por el pasamanos de mármol de la escalera principal hasta topar con la espalda de Anacleto, el león de mármol de Lanjarón que remata el acceso de gala a las estancias de la residencia. Éste era un acto de penitencia para llegar al bautismo en estado de gracia:
- Anacleto, estate quieto que te la meto –decíamos-.
- ¡Dale un besito en la boca! –gruñían los veteranos-.
Reconozco, sin ningún tipo de rubor, que yo perdí la virginidad dando por culo a un león. ¡Ahí queda eso!
Finalizado el acto, volví al patio central. Allí me quitaron la camisa del pijama.
- Mira la luna y abre la boca –me gritaron. Un tío grande me cogió la cabeza por detrás y la situó en la posición requerida, otro me echó en la boca una cucharada de sal, y un tercero me la llenó de vinagre-.
- ¡Baja la nuez!
No tengo experiencia en ello pero algo así es lo que deben sentir los reos cuando se abre la trampilla de la horca. Me quedé sin poder respirar.
- ¡Chas! ¡Chas!

Pila bautismal. Aquí se llenaban los cubos de "agua bendita".

Dos cubos de agua fría me golpearon la espalda; el escalofrío que me recorrió el cuerpo ayudó al esófago a deglutir los últimos restos de sal y vinagre y pude llenar los pulmones de aire. Regresé a la primera planta para recuperar mi albornoz y me mandaron a la habitación a ponerme guapo: tenía media hora para presentarme en el comedor vestido de etiqueta. Algún novato había cambiado la peseta en el pasillo; mi estómago resistió más: al pasar cerca de Anacleto se me escapó un inmenso eructo. No sabía que se pudiesen acumular tal cantidad de gases en el aparato digestivo, de cintura para arriba. Tengo que decir que, desde entonces y salvo panzada de cerveza, apenas produzco gases gástricos.

La noche acabó compartiendo unas copitas de champán y unos pastelitos con los veteranos y haciendo un breve visita a las Esclavas del Santiago para echarles unas coplillas y el piropo estándar del colegio:

Niña guapa y hacendosa,
Gloria y honra de tu madre,
Con esas manos que tienes
Y esos primores que haces.
¡Guapa!

1 comentarios:

A las 29/10/11 01:28 , Blogger kioskero ha dicho...

Los tiempos adelantan que es una barbaridad.;)

 

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