Tarjeta sanitaria
Sigo estando indignado. Un poco más que ayer, pero menos que
mañana. El motivo de mi indignación es el mismo de casi siempre: la política, o
sea, los políticos.
He estado 15 días encerrado en una habitación de hospital,
en turnos de jornada completa, y he acabado por comerme todas las pastillas que
traía de casa. Venía a Almería para tres semanas y esa era la previsión que
había hecho. En realidad, el acopio de medicamentos cubría un mes, que es el
tope que me permite la sanidad pública española. Se han complicado las cosas y
ya llevo casi mes y medio… y lo que cuelga. Quiero decir que se me han acabado
las reservas. Tampoco es problema; Almería sigue siendo España y yo dispongo de
Tarjeta Sanitaria.
Como uno es “culillo de mal asiento”, tiene una cierta
experiencia en eso de viajar por España. Hace apenas un año, en situación
similar, acudí a la Seguridad Social en Azkoitia. El médico me echó un
rapapolvo por no haber previsto que se me pudieran acabar “todas” las pastillas; que se me acabase una o dos, vale, pero
todas… Al final se le escapó que a él podían llamarle la atención por aquello
de las balanzas fiscales; estaba recetando medicamentos a un usuario ajeno a la
comunidad.
Lo de este año es diferente. Experto como digo, poseo todo
tipo de tarjetas: la que me dieron en papel en 1974, la de plástico de la
Generalidad de Cataluña y la Tarjeta Sanitaria Europea, también de plástico,
por si acaso. No existe, que yo sepa, la Tarjeta Sanitaria Española, y cada
comunidad autónoma ha inventado su propia tarjeta, que no es sensible a los
detectores de identidad del resto de España. Me refiero a que cada una se ha
inventado un código propio, no intercambiable con las comunidades vecinas. Es
por eso por lo que llevo la Tarjeta Europea, que, esta sí, lleva el número que
me asignaron cuando me apunté por primera vez al SOE.
Como decía, he estado haciendo guardia en el Hospital de
Poniente y, cuando se me acabaron las medicinas, mande a Quiosquera al
ambulatorio. En primera instancia, presentó en el mostrador el pase que me
habían dado el año pasado.
- Perdone, señora –le dijo la
funcionaria-. Eso ya no vale; se le dio
para tres meses y está caducado.
- Ya. Es para que tome los datos.
- Necesito la Tarjeta Sanitaria.
Quiosquera le dio la única que realmente es oficial, esto
es, la que emite la Generalidad.
- ¡Ay, no! Esta no vale aquí. Necesito por lo
menos el número de afiliación.
Yo le hubiera preguntado cuál es “la que vale aquí”, pero
Quiosquera es más educada.
- ¿Le vale la Tarjeta Sanitaria Europea? Esta
sí lleva el número de afiliación.
- Sí, sí vale… No, no, tampoco vale; está
caducada.
Cierto, hacía siete días que había vencido.
- Entonces, ¿no me pueden atender?
- Sí. Necesito que me dé el número de
afiliación a la Seguridad Social o el DNI del paciente.
- ¿Y no le vale el número de esa tarjeta
caducada?
Le valió. Pero no es eso. Cuando voté la Constitución que
creaba el llamado Estado de las Autonomías, creí que era una forma de
administrar mejor el país; siempre se ha dicho que la mejor manera de resolver
un problema es atajarlo allí donde se produce, pero cuando los políticos
utilizan la autonomía para crear 17 nuevos estados, me parece que nos toman el
pelo. Me importa un comino de quién es competencia la Sanidad; me resbala que
cada comunidad autónoma quiera afirmar sus señas de identidad diferenciándose
de sus vecinos hasta en el plástico que los identifica; me toca mucho las
narices que, mientras España sea España, los españoles tengamos dificultades de
circulación por comunidades que no son la de residencia.
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