viernes, octubre 29, 2010

Lisboa, la capital de un imperio

Lisboa fue la capital de un gran imperio; a principios de los ochenta, Lisboa había sido la capital de un gran imperio venida a menos (venida a menos, la ciudad; del imperio sólo quedaba Macao y no sé si algo más); en 2010 Lisboa es meramente la capital de Portugal, un país que camina parejo a su vecina España y se acerca a pasos agigantados a los precios de la U.E. aunque, en cuestión de salarios y prestaciones sociales ganadas con el trabajo, le dé a este cronista la sensación que los Pirineos cada día son más altos e infranqueables.

En nuestra primera visita, nos alojamos en un hotelito rancio y pasado de moda, ubicado en la Praça de Dom Pedro IV o Rossio. La tarde anterior habíamos dejado el coche en la Praça do Comercio, junto al Tajo, convertida en un aparcamiento enorme. No es que estuviese muy lejos pero como se nos presentaban días de intenso caminar, tomamos el autobús para ir a recoger algunas cosas que habíamos dejado en el coche. Rojo y de dos pisos, muy parecido a los que circulan por Londres. El trayecto nos costó 45 escudos entre los tres. Por entonces, al cambio oficial, 100 escudos equivalían a 127 pesetas; en los comercios aplicaban la paridad de 100 escudos, 20 duros. Francamente el billete era más barato que en España. A la vuelta, el autobús que se detuvo en la parada no era rojo ni tenía dos pisos. Al subir, el cobrador/conductor nos pidió 40 escudos por barba y, pensando que nos tomaba por guiris, nos bajamos y tomamos un taxi. La memoria ya no es la que era y puedo errar en el precio, pero estoy dispuesto a jurar ante la Biblia que la carrera fue de 54 escudos; el viaje en autobús nos hubiera costado 120. En el hotel nos sacaron de dudas: en los autobuses antiguos, el precio del billete era de 15 escudos y, en los autobuses automáticos, o sea, aquellos que abren las puertas haciendo psssseee, el billete costaba 40.

A partir de ese momento nos movimos por Lisboa como señores, es decir, en taxi; la carrera más larga, desde la Torre de Belén hasta Santa Engracia, nos costó sobre los 130 escudos (en autobús hubieran sido los consabidos 120). Y cosa curiosa, la mayoría de los taxis iban con el LIBRE puesto, algo así como si el tomar un taxi fuese exclusivo de ricos.

Después de haber visto cómo las gastaban en Oporto (los precios), decidí que a los Jerónimos íbamos motorizados. La salida del aparcamiento del hotel era una escalera de caracol: si se enfocaba bien la primera curva, no había que tocar el volante, pero si no… Si no, la subida se hacía entre dos paredes curvas que parecían tener la intención de acariciar alternativamente los costados del vehículo. Con tanta vuelta, María Angustias se despistó y no encontraba el satélite. Tuve que darle un par de vueltas a la Praça de Martim Moniz hasta que la chica se situó y empezó a dirigir el tráfico. A pesar de que acababa de gastarme 29€ en actualizar los mapas de España y Portugal, comprobé que a Lisboa no le había tocado ya que llegué bien a las inmediaciones de la Plaza del Comercio pero allí me encontré con que todo eran direcciones prohibidas o sólo Bus-Taxi. Alguna gorda tuve que hacer para poder salir a la avenida que, a lo largo del estuario, nos llevó a la Praça do Imperio. Fue entonces cuando pude observar la decadencia imperial y la caída en picado en los últimos años. La plaza tiene en el centro una fuente enorme (la Fonte Luminosa) donde pueden verse esculpidos los escudos de todos países que formaron parte del imperio; esto se conserva. Lo que está de pena es el jardín que rodea la plaza por los cuatro costados; recortados sobre plantas de esas que sirven para hacer setos en los jardines, también estaban los escudos del imperio; en realidad, el seto da forma a la panoplia y los cuarteles; el decorado interior (león rampante sobre campo de gules, por ejemplo) estaba hecho con macizos de flores de distintas tonalidades y colores. En 2010 las flores se han secado y las panoplias y cuarteles han crecido silvestres y sin nadie que les dé una poda a tiempo.

Para llegar a la entrada principal del Mosteiro dos Jerónimos hay que cruzar por un paso subterráneo. El pasamanos metálico que sirve de ayuda a quienes suben o bajan las escaleras del pasaje, está hecho a medida de la mano del Gigante de las Botas de Siete Leguas de los cuentos infantiles. Durante la noche había llovido y todavía estaba mojado, así que, en el momento en que me apoyé en él, la mano se me escurrió un palmo y el muelle coronario se me estremeció del susto. Y eso que mi mano se aproxima al tamaño de la de mi tío Pepe que, cuando tocaba la guitarra, era capaz de sujetar dos cuerdas con el mismo dedo.
- ¡La madre que parió a los arquitectos! ¿No podrían tener un cálculo de la mano media de las personas y encargar las barandillas a su medida?
- A ellos les da igual. Lo que prima es la estética.
- ¿La estética? Trincaba yo al arquitecto que ha hecho esto. Le doblaba una pierna hacia atrás y le pasaba una soga desde el tobillo hasta el cuello, de modo que cada vez que intentase estirar la pata, un nudo corredizo le apretase el pescuezo. Y lo tenía una semana, 8 horas cada día, subiendo y bajando la escalera apoyándose en el pasamanos. Si al cabo de la semana no cambiaba el proyecto puedo prometer que no volvería a quejarme de estas minucias.

Desahogado, enfilamos hacia la entrada del monasterio.

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