lunes, octubre 04, 2010

Fátima


Mi padre decía que no hay que ser avaricioso ni para querer a Dios. Es poco probable que esta afirmación tuviera que ver con mi fe endeble y dubitativa pero sí es seguro que influyó en que las personas que muestran una fe firme y razonada, si es que la fe se puede razonar, gocen de mi admiración y respeto, de la misma forma que me causan repulsión las personas de fe ciega o fanática.
Esa era mi preocupación al decidir rendirle una visita a la Virgen de Fátima: que me encontrase con unas miles de personas que, en su fanatismo, anduviesen en busca de milagros imposibles y que mi viaje no valiese nada más que para empeorar nuestra relación. Porque yo tenía una vieja cuenta pendiente con la Virgen.

Como no estaba (ni estoy) seguro de que los sucesos ocurriesen en 1953 ó 1954, he intentado investigar cuándo peregrinó la imagen de la Virgen de Fátima a España. Sólo he sacado en claro que, durante los años cuarenta, y para responder a una petición alemana, se tallaron dos imágenes, a las que llamaron la Virgen Peregrina, que enviaron a visitar los países con devoción mariana. Tengo constancia de que una de las imágenes estuvo en España en 1949, pero por entonces yo no era más que un puñado de células en fase embrionaria. Ha habido otras visitas posteriores aunque, a día de hoy, no puedo asegurar que mis recuerdos sean veraces; eso sí, son reales.

La Virgen de Fátima (según el recuerdo) peregrinó por el sur de España y pasó por el pueblo vecino, que tenía iglesia parroquial. Mi tía Aurelia, que era la más animosa y, quizás, la de mayor fe de la familia, convenció a mi madre para que me llevase a la procesión ya que, según se decía, la Virgen iba repartiendo milagros allá por donde pasaba. Recuerdo la calle principal de La Rábita con las aceras abarrotadas de gente esperando que pasase la imagen, y a los agentes de la Guardia Civil, que jalonaban el recorrido, vestidos de gala. Fue esto último lo que a mí más me llamó la atención; el tricornio con adornos dorados, en vez del típico casquete de charol; el correaje, también dorado, en vez del negro habitual; y los cordones, acabados en borla, semejantes (aunque más grandes) a los que yo había llevado durante el año que fui vestido con un hábito de color morado. No me acuerdo de la imagen. Mi mirada estaba fija en el guardia civil que tenía casi enfrente y atrajo toda mi atención cuando, al paso de la Virgen, dio un taconazo y se llevó la mano al pecho a la altura del corazón. Fue entonces cuando mi madre rompió a llorar. No me pareció extraño; estaba acostumbrado a verla en trance parecido. Pero si agucé el oído para asimilar lo que dos conocidas (diría que una de ellas era la mujer de Juanico el Cartero) comentaban entre sí.
- ¿Por qué llora María Romero?
- Mujer, con la cruz que lleva a cuestas…
La cruz, indudablemente, era yo y la Virgen de Fátima no hizo nada por aliviar la carga de mi madre. Desde entonces, la de Fátima ha sido la Virgen que más he recordado, no sé si con resentimiento o con el remordimiento de haber estado enfadado con ella. Y esa era la deuda que tenía que pagar en Fátima.


Llegamos al amplísimo aparcamiento al filo de las cinco de la tarde; estaba casi vacío y eso me animó: seguramente no tendría que ver manifestaciones de fe ciega. Entramos a la Basílica por retaguardia, es decir, por el lado contrario a la enorme plaza que se abre ante la fachada principal. Acostumbrado a ver opulencia en lugar de humildad en los edificios religiosos, el interior me pareció sencillo y aceptable. Habría cuarenta o cincuenta personas en el interior; algunas rezaban, otras eran turistas que se habían acercado a conocer el templo. Me sorprendió ver que las losas de mármol que cubren las tumbas de Jacinta y Francisco, los pastorcillos que murieron niños, estaban adornadas con flores; en la tumba de Lucía sólo había una nota manuscrita en un papel verde. Localicé la imagen de la Virgen de Fátima (que, ahora sé, se trataba de una de las reproducciones llamadas Peregrina) y le dije lo que había ido a decirle. Recé un Padrenuestro, un Ave María y un Gloria, di las gracias por todo lo bueno que había vivido hasta ahora, pedí protección para mi familia, en particular, y para las buenas personas, en general y salí a la explanada. Inmensa e inmensamente vacía No más de cien personas ofrecían sus velas encendidas en un lugar “ad hoc” cercano a la pequeña capilla que señala el lugar donde, según los pastorcillos, se apareció la Virgen, y que contiene la primera imagen que de Ella se hizo. Nos acercamos al lugar de las ofrendas. Había velas de 1€, 2€ y 5€ de tamaños proporcionales al precio. Nadie las vigilaba; cada uno cogía su correspondiente vela y echaba el dinero en el cepillo.
En este tipo de manifestaciones, no me gusta ser ostentoso y, además me acordé de mi padre: No hay que ser avaricioso ni para querer a Dios. Cogí dos velas de euro y eché cuatro. Quiosquera y yo hicimos la ofrenda, realizamos una breve visita turística y emprendimos el camino de Lisboa.

Durante nuestra visita a Fátima no había caído ni una gota de agua. No llevábamos ni 15 minutos de camino cuando hizo su aparición una lluvia persistente.

1 comentarios:

A las 16/10/10 00:11 , Blogger kioskero ha dicho...

Eso no fue lluvia eran los lagrimones de la virgen causados por la emoción de ver a "un catalan" pagando de mas o dando propina por que la virgen sabia la historia del cura don sixto.

 

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