¡Oh, Porto!


En definitiva, estando en uno de los puntos más altos de Oporto, empezamos a bajar con la intención de llegar a otro de los puntos más altos de Oporto. Por la calle Firmeza y luego por Santa Catarina, llegamos al Mercado de Bolhao, habiendo dejado atrás la Capela das Almas con sus dos fachadas visibles decoradas con azulejos.

- ¡Mira eso!

No sé cuál sería la expresión de mi cara pero debió asemejarse a la de un niño que le muestran el caramelo por el que ha estado refunfuñando toda la mañana, porque Quiosquera pidió una para mí. La diferencia entre una madalena casera y una madalena industrial es similar a la que hay entre el cristal y el vidrio. La madalena industrial es un bizcochillo en forma de madalena y, cuando se parte, queda lisa. Una madalena casera es una Madalena (con mayúsculas) y, cuando se parte, lo hace como el cuarzo: en forma de cristales (sólidos cristalográficos que diríamos en clase de Geología). Hasta el sabor era de madalena; no era el sabor exacto de las que hacían mi madre o mi abuela pero nada tenía que ver con las madalenas industriales.
Con
Llegamos, al fin, al Campo Mártires da Patria. Hacia el norte teníamos la fachada de la Universidad y al sur la calle Filipe Nery. Justo ahí estaba la solución a un problema que me ha llevado de cráneo durante cinco años: ya sé de dónde proceden los que me preguntaban por el 357 de la calle Consell de Cent y se extrañaban que después del número 356 estuviese el 358 y no apareciese en número intermedio. Eran portugueses de Oporto. La prueba la tenía delante: tres portales consecutivos marcados con los números 113, 114 y 115. Luego Quiosquera me dijo que, seguramente, los edificios no perteneciesen a la calle Filipe Nery sino al Campo Mártires da Patria. Yo interpreté que el motivo fuese el rótulo que se leía sobre la puerta de acceso: A PRINCIPAL DA BORRACHA.
La Plaza del Infante Don Enrique disfruta de la misma pendiente que las calles que la circundan.

- ¿Dónde vas?
- A coger las escaleras.
- Están aquí.
- Si, pero allí hay otras.
- Pues mejor subimos por éstas y te ahorras andar hasta las otras.
- Sí, pero es que allí hay menos.
Eran veinticinco o treinta metros pero me parecieron doscientos. Cuando encaramos las escaleras, Quiosquera comprobó que yo tenía razón y que por aquella parte había menos escalones.
- ¡Anda! ¿Y cómo lo sabías?
- Por la ley de la Plaza Inclinada.
Entonces miró arriba y abajo y todavía tuvo fuerzas para reír a carcajadas.
La Bolsa ya no es lo que era. Debe dejar pocos dividendos ya que se dedica a sacarle los cuartos a los turistas y a organizar comilonas en el patio central. Hay visitas cada pocos minutos, con cicerone políglota; para ahorrar, supongo. En nuestro grupo había ingleses, holandeses, australianos, Quiosquera y yo. Lo que se muestra al público es la primera planta. La planta baja no se ve; dado que el patio sirve de comedor, es de suponer que en las otras estancias estén las cocinas. La joya de la corona es una estancia decorada al estilo de la Alhambra de Granada. En una de las habitaciones estaban colgados los retratos de los últimos reyes portugueses. Me vino muy bien porque, como en los siglos XIX y XX Portugal no había pintado mucho en el transcurrir de la historia de Europa, no tenía ni idea de cómo había caído la monarquía lusa. La guía nos contó la forma en que se produjo su fin y cuáles habían sido sus últimos reyes. Estaba como Quiosquera, con la sangre alejada de las neuronas y, por tanto, sigo como antes: no tengo ni idea de cómo se produjo el ocaso y caída de los reyes de Portugal. Lo que si me quedó claro es que el tal Antonio Oliveira Salazar, que tomó el poder unos años después de proclamada la república, duró más que el mismísimo Franco.
La parte alta del patio central está decorada con los escudos de las colonias portuguesas y de los estados con los que Portugal mantenía relaciones comerciales. Como el patio estaba ocupado, tuvimos que ver tales escudos desde una ventana del pasillo. El de España no se podía ver porque lo teníamos justo encima. Pensé que se trataba de un trato especial que nos daban los portugueses; no era así. Desde la ventana del otro lado pudimos contemplar el escudo a la perfección aunque algo de trato especial sí había: ocupaba el centro de aquella fachada y hasta quizá fuera más grande que los otros.
Quedaban tres opciones:
A mí me hacía gracia visitar una bodega. Antes de embarcar habíamos visto a unas “jóvenas” que ofrecían el viaje por un módico precio pero ya habían recogido sus bártulos. Nos dijeron que la última visita era a las seis y el reloj marcaba las seis y media (hora portuguesa, donde, no he dicho, rige el mismo horario que en Canarias). La única alternativa era la Catedral. Miramos hacia arriba. Los días que llevábamos de viaje se dejaban notar y mi lumbago, mis cervicales y mis brazos, así como las piernas de ambos, necesitaban reposo. Cogimos un taxi, lo hicimos pasar junto a la fachada de la Catedral para comprobar la planta románica y el resto en estilo revortiyo y nos fuimos al hotel.
2 comentarios:
Pues muy bien relatadas vuestras aventuras en Oporto, o sea Porto si le quitamos el articulito que no sé por qué razón en su momento se incorporó al nombre de la ciudad en nuestro idioma...
Me quedo con la incógnita de si al final pudísteis visitar la catedral, cosa que me imagino haréis en el próximo post.
Y buen provecho por la super-madalena, claro..., que no sé qué le harías a Quiosquera para que te la pidiese...
No, Juan. Hicimos que el taxista pasara despacio para echarle un vistazo a la fachada pero no nos atrevimos a bajarnos no fuera a ser que luego no encontrásemos medio de locomoción y tuviéramos que coger el tren de San Fernando.
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