viernes, septiembre 17, 2010

¡Oh, Porto!

La guía de hoteles decía que estábamos alojados en la parte más alta de la ciudad. La guía turística nos informaba que el punto más alto de Oporto es el campanario de la Igreja dos Clérigos y que la Catedral, debido a su ubicación, era visible desde casi cualquier punto por donde se deambulase. La consecuencia lógica era suponer que ocupábamos una especie de meseta que nos permitiría visitar los monumentos más representativos a pie plano como quien dice. Inmenso error. Rómulo y Remo se empeñaron en fundar Roma ocupando siete colinas, y los lusitanos no iban a ser menos: “cada” monumento ocupa la cúspide de un cerrete y el turista de a pie tiene la sensación de ir desplazándose por los raíles de una montaña rusa. Supongo que esta circunstancia hizo que Portugal no tomase el nombre romano de Lusitania sino el de Porto Cale (asentamiento romano al otro lado del Douro); cuando a un gallego de la época le peguntasen si querían ir a Lusitania, respondería algo así como: “A Portucale va a ir tu santa madre”.
En definitiva, estando en uno de los puntos más altos de Oporto, empezamos a bajar con la intención de llegar a otro de los puntos más altos de Oporto. Por la calle Firmeza y luego por Santa Catarina, llegamos al Mercado de Bolhao, habiendo dejado atrás la Capela das Almas con sus dos fachadas visibles decoradas con azulejos.
Antes de iniciar la cuesta abajo, nos desviamos hasta el Palacio de Concelho y la Igreja da Trinidade. En bajada, atravesamos la Praza de Dom Joao I y, en la esquina inferior de Santa Caterina, entramos al Café Majestic. Pedimos un cortado para Quiosquera y un café con leche para mí; echamos un vistazo para ver que podría tomar Quiosquera para acompañar ya que yo tengo prohibida terminantemente la bollería industrial. Vi unas madalenas tamaño XXL, enfundadas aún en su molde de lata. Se me escapó:
- ¡Mira eso!
No sé cuál sería la expresión de mi cara pero debió asemejarse a la de un niño que le muestran el caramelo por el que ha estado refunfuñando toda la mañana, porque Quiosquera pidió una para mí. La diferencia entre una madalena casera y una madalena industrial es similar a la que hay entre el cristal y el vidrio. La madalena industrial es un bizcochillo en forma de madalena y, cuando se parte, queda lisa. Una madalena casera es una Madalena (con mayúsculas) y, cuando se parte, lo hace como el cuarzo: en forma de cristales (sólidos cristalográficos que diríamos en clase de Geología). Hasta el sabor era de madalena; no era el sabor exacto de las que hacían mi madre o mi abuela pero nada tenía que ver con las madalenas industriales.

Con el cuerpo entonado, seguimos bajando hasta la Estación de Ferrocarril de Sao Bento y, desde allí, emprendimos la subida de la Cuesta del Calvario, digo mal porque no andábamos en Jerusalén: se trataba de la calle de los Clerigos que acaba en la Igreja dos Clérigos, cuyo campanario consta como el punto más alto de la ciudad. Ni que decir tiene que ni se nos ocurrió subir los 75 m en vertical que tiene la torre y nos conformamos con contemplar lo que a pie plano se daba alcance.
Llegamos, al fin, al Campo Mártires da Patria. Hacia el norte teníamos la fachada de la Universidad y al sur la calle Filipe Nery. Justo ahí estaba la solución a un problema que me ha llevado de cráneo durante cinco años: ya sé de dónde proceden los que me preguntaban por el 357 de la calle Consell de Cent y se extrañaban que después del número 356 estuviese el 358 y no apareciese en número intermedio. Eran portugueses de Oporto. La prueba la tenía delante: tres portales consecutivos marcados con los números 113, 114 y 115. Luego Quiosquera me dijo que, seguramente, los edificios no perteneciesen a la calle Filipe Nery sino al Campo Mártires da Patria. Yo interpreté que el motivo fuese el rótulo que se leía sobre la puerta de acceso: A PRINCIPAL DA BORRACHA.

Había que elegir: o nos dirigíamos a la Sé o al edificio de la Bolsa. No era probable que la Bolsa estuviese abierta por la tarde por lo que dejamos la Sé para después y bajamos hacia el río. Bajar es más cómodo que subir, salvo que las calles estén empedradas y húmedas, la pendiente sea superior al 10% (por lo menos) y uno tenga las manos temblonas tras varias horas caminando. A medida que descendíamos, las calles se iban retorciendo y estrechando. En una curva de la calle había un pequeño mirador que formaba parte de una vivienda y dudamos si era o no correcto invadirlo. Un perro que pasaba despejó nuestras dudas: el perro pasó a la zona vallada, se acercó a un árbol, levantó la pata y se meó en el tronco. Si estaba permitido el paso a animales, no había inconveniente alguno en que pasásemos al jardín. Mirando hacia abajo, vimos que la calle proseguía pero cada vez más pendiente; el río aparecía bastante más abajo aunque, en línea recta, estaba allí mismo. Mirando hacia delante, la Catedral parecía decirnos “acércate si los tienes bien puestos…”. Estaba casi a nuestra altura, pero en la colina de enfrente; en ese momento decidí que no tenía interés, si bien, dije a Quiosquera que la dejábamos para última hora.

La Plaza del Infante Don Enrique disfruta de la misma pendiente que las calles que la circundan. Antes de entrar en el edificio de la Bolsa, hicimos el oportuno reportaje fotográfico y, cómo no, acabamos en la parte más baja; culpa del tal Infante que nos empeñamos en fotografiar de frente. Volvimos a escalar posiciones para acercarnos a la Bolsa que, a mayor cachondeo, tiene la puerta en alto y es necesario subir unas cuantas escaleras para llegar a ella. Quiosquera tenía “el color de las montañas de Petra” en las mejillas de tanto subir y bajar; quiero decir que la sangre se le agolpaba en la cara y no le llegaba al cerebro. Las escaleras para llegar a la Bolsa eran dobles: se podía iniciar el ascenso por la parte de abajo de la plaza o por la parte de arriba. Pasé de largo el tramo bajero.
- ¿Dónde vas?
- A coger las escaleras.
- Están aquí.
- Si, pero allí hay otras.
- Pues mejor subimos por éstas y te ahorras andar hasta las otras.
- Sí, pero es que allí hay menos.
Eran veinticinco o treinta metros pero me parecieron doscientos. Cuando encaramos las escaleras, Quiosquera comprobó que yo tenía razón y que por aquella parte había menos escalones.
- ¡Anda! ¿Y cómo lo sabías?
- Por la ley de la Plaza Inclinada.
Entonces miró arriba y abajo y todavía tuvo fuerzas para reír a carcajadas.

La Bolsa ya no es lo que era. Debe dejar pocos dividendos ya que se dedica a sacarle los cuartos a los turistas y a organizar comilonas en el patio central. Hay visitas cada pocos minutos, con cicerone políglota; para ahorrar, supongo. En nuestro grupo había ingleses, holandeses, australianos, Quiosquera y yo. Lo que se muestra al público es la primera planta. La planta baja no se ve; dado que el patio sirve de comedor, es de suponer que en las otras estancias estén las cocinas. La joya de la corona es una estancia decorada al estilo de la Alhambra de Granada. En una de las habitaciones estaban colgados los retratos de los últimos reyes portugueses. Me vino muy bien porque, como en los siglos XIX y XX Portugal no había pintado mucho en el transcurrir de la historia de Europa, no tenía ni idea de cómo había caído la monarquía lusa. La guía nos contó la forma en que se produjo su fin y cuáles habían sido sus últimos reyes. Estaba como Quiosquera, con la sangre alejada de las neuronas y, por tanto, sigo como antes: no tengo ni idea de cómo se produjo el ocaso y caída de los reyes de Portugal. Lo que si me quedó claro es que el tal Antonio Oliveira Salazar, que tomó el poder unos años después de proclamada la república, duró más que el mismísimo Franco.
La parte alta del patio central está decorada con los escudos de las colonias portuguesas y de los estados con los que Portugal mantenía relaciones comerciales. Como el patio estaba ocupado, tuvimos que ver tales escudos desde una ventana del pasillo. El de España no se podía ver porque lo teníamos justo encima. Pensé que se trataba de un trato especial que nos daban los portugueses; no era así. Desde la ventana del otro lado pudimos contemplar el escudo a la perfección aunque algo de trato especial sí había: ocupaba el centro de aquella fachada y hasta quizá fuera más grande que los otros.

Acabamos comiendo en una de las terrazas del afamado barrio de Ribeira: Ensalada, sadinhas grelhadas (tres), postre, pan y cerveza, 12,50€. Las sardinas debían ser del Océano Índico por lo menos: estaban horribles. Si pagar algo más de 2.000 pts por semejante menú es comer bien y barato, que venga Dios y lo vea.

Quedaban tres opciones: Pasar al otro lado del Duero para visitar una bodega, subir la colina hasta la Catedral o embarcarse en un minicrucero por el estuario. Escogimos el más turístico: el crucero. Remontamos el río pasando bajo el puente de Dom Luís I, obra de un colaborador de Eiffel, que es el más emblemático y por el que aún circulan los trenes o tranvías. Dimos la vuelta una vez pasado el de Doña María Pía, obra del propio Eiffel, y nos dirigimos hacia la desembocadura hasta llegar al barrio residencial de Foz. No fue un paseo deslumbrante pero en el río las calles eran planas y descansamos las piernas.
A mí me hacía gracia visitar una bodega. Antes de embarcar habíamos visto a unas “jóvenas” que ofrecían el viaje por un módico precio pero ya habían recogido sus bártulos. Nos dijeron que la última visita era a las seis y el reloj marcaba las seis y media (hora portuguesa, donde, no he dicho, rige el mismo horario que en Canarias). La única alternativa era la Catedral. Miramos hacia arriba. Los días que llevábamos de viaje se dejaban notar y mi lumbago, mis cervicales y mis brazos, así como las piernas de ambos, necesitaban reposo. Cogimos un taxi, lo hicimos pasar junto a la fachada de la Catedral para comprobar la planta románica y el resto en estilo revortiyo y nos fuimos al hotel.

2 comentarios:

A las 19/9/10 13:17 , Blogger Juan Manuel ha dicho...

Pues muy bien relatadas vuestras aventuras en Oporto, o sea Porto si le quitamos el articulito que no sé por qué razón en su momento se incorporó al nombre de la ciudad en nuestro idioma...
Me quedo con la incógnita de si al final pudísteis visitar la catedral, cosa que me imagino haréis en el próximo post.
Y buen provecho por la super-madalena, claro..., que no sé qué le harías a Quiosquera para que te la pidiese...

 
A las 21/9/10 08:03 , Blogger Quiosquero ha dicho...

No, Juan. Hicimos que el taxista pasara despacio para echarle un vistazo a la fachada pero no nos atrevimos a bajarnos no fuera a ser que luego no encontrásemos medio de locomoción y tuviéramos que coger el tren de San Fernando.

 

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio