viernes, octubre 15, 2010

Lisboa: La entrada

La entrada en Lisboa fue casi épica. Me recordó mucho a la Barcelona olímpica y post olímpica. Se construyeron cien accesos diferentes, de los cuales noventa y nueve no llegaron a tiempo y, casi veinte años después, seguimos intentando acabarlos; la culpa, por supuesto, es de los conductores que, al haber mejorado el ancho de banda del asfalto, utilizan más el coche y han reventado las previsiones circulatorias, de modo que, lo previsto para 1992, se ha quedó corto en 1993; tanto que ha sido necesario destruir parte de lo hecho para darle un nuevo diseño acorde a las nuevas necesidades, que volverán a ser insuficientes antes de que acaben las obras y habrá que destruir parte de lo hecho para darle un nuevo diseño acorde…
Pues lo mismo en Lisboa, cambiando olimpiada por expo. Quinientas veintisiete autopistas, autovías, vías rápidas, cinturones y caminos varios en obras, de modo que era complicado hacer la pregunta correcta para que, oída la respuesta del guardián de caminos (que no sabíamos si era el que siempre decía la mentira o el que siempre decía la verdad), pudiésemos elegir el camino que habría de llevarnos hasta el hotel. María Angustias parece que tenía las ideas claras y no se puso nerviosa. Yo sí, porque encima que era noche cerrada, diluviaba. Cuando me avisó con el consabido “Tome la salida”, sólo vi un montón de vallas con farolillos de colores; vamos, el decorado de los bailes populares de mis años mozos. Y no estaba el tiempo como para marcarse un pasodoble en mitad de la autopista. Entre las vallas apareció un hueco, dudé y pasó de largo; María Angustias se cabreó: “Recalculando ruta”. Y me indicó que siete kilómetros más adelante diese la vuelta. En otras circunstancias no le habría hecho puñetero caso, sino que hubiese tomado la siguiente salida para, una vez situado en una calle normal, tratar de orientarme hacia donde el TosTón me indicase la ubicación del hotel. En medio de la lluvia hice los siete kilómetros de ida, salí de la autopista, di la vuelta en una redonda, volví a entrar en la autopista y conduje los siete kilómetros de vuelta. Esta vez no hubo problemas: a este lado de la calzada no había ni vallas ni faroles y pude tomar la salida sin dificultad. Me encontré en la Avenida Almirante Gago Coutinho, que María Angustias apuntaba hasta el final. Cuando llevábamos diez minutos circulando en línea recta, Quiosquera empezó a ponerse nerviosa:
- ¿Crees que vamos bien?
- No tengo ni idea, pero como esto es recto y no hay cruces raros ni vallas ni farolillos, voy a hacer caso a María Angustias. Ahora voy cómodo y conduzco relajado.
Ya había observado en el GPS que la calle era más larga que un día sin pan y que continuaba por otra de dimensiones parecidas. En efecto, tras atravesar una redonda, que después supe era la Plaza de Sa Carneiro, enfilamos por la calle de otro que había hecho la mili en la Marina: Almirante Reis. La siguiente instrucción era Rua da Palma, también en línea recta, por lo que pensé que María Angustias estaba tomándose cumplida venganza por no haberle hecho caso la primera vez. Al fin, al tomar la Rua da Palma, apareció en la pantalla la Praça Martim Moniz, que era el lugar donde estaba nuestro hotel. Fueron cinco kilómetros y medio, casi en línea recta, desde la salida de la autopista hasta el hotel; María Angustias se había comportado.

Entre la lluvia y los nuevos accesos a Lisboa, fue tanta la tensión acumulada que no recuerdo siquiera si cenamos o no. Me costó coger el sueño y estuve recordando mi primera entrada en la ciudad cruzando O Teixo por el Ponte 25 de Abril, que entonces no se llamaba 25 de Abril (o quizás, sí), y tratando de llegar a la Praça do Marquês de Pombal para tomar después la Avenida da Liberdade y finalizar en la Praça Dom Pedro IV. Por entonces los portugueses (como los españoles) aún no eran muy europeos y conducían pasándose las normas de circulación por el forro. Desconocedor de la ciudad y con la única ayuda del miniplano que venía en la Guía Berlitz, circulaba a no más de 50 km/h con toda la atención puesta en no salirme del plano y tener que recurrir al olfato para orientarme. La calle por la que circulaba era de dos carriles por sentido; aun así, tanto los coches que circulaban por mi carril como los que me pasaban a 80 por hora por el carril paralelo, no cesaban de pitarme y sus conductores manoteaban al aire exigiéndome más velocidad.

El Marqués de Pombal (su estatua) vigila la ciudad desde una peana de tropecientos metros de altura, que se levanta en el centro de una redonda de verdad; algo así como la Plaza de Francesc Macià pero en portugués, es decir, teniendo en cuenta que Lisboa fue cabeza de un extenso imperio. Llegué mal situado y no podía girar por la Avenida da Liberdade sin hacer una maniobra brusca, así que me dispuse a darle la vuelta a la plaza y enfocar en un segundo intento. Eran 4 carriles y yo iba por el de dentro, o sea, por el que siempre obligaba a girar a la izquierda y seguir dando vueltas a la redonda; el segundo carril permitía seguir recto o girando en el mismo sentido, pero yo no sólo tenía que salir recto sino girar a la derecha. Confiado en la buena disposición de los conductores nativos, puse el intermitente de la derecha esperando el hueco que necesitaba. Pues no. Los lisboetas son tan cabroncetes como nosotros y apenas se vislumbraba que podía quedar un hueco, el coche que llevaba retrasado a mi derecha aceleraba y me dejaba sin espacio. A la cuarta vuelta quité el intermitente.
- Agarraos bien – dije a Quiosquera y Dalr-.
Pegué un tirón al volante y crucé dos carriles de golpe. Las gomas de mis perseguidores chirriaron sobre el asfalto y, pasados unos segundos, comprobé que los coches portugueses andan bien de frenos: no oí el estruendo del choque de metal contra metal y, aunque parezca mentira, tampoco se oyó un solo pitido. Al fin de cuentas había hecho lo que cualquiera de ellos.

1 comentarios:

A las 16/10/10 00:00 , Blogger kioskero ha dicho...

Menos mal que las matriculas ahora son de modelo europeo que sino...

 

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