Para quien no haya tenido la experiencia de navegar por mar abierto, he de decir que un crucero es un tostón. Es válido para parejitas en luna de miel o ancianos que celebran las bodas de oro; un viaje relajado con tiempo suficiente para establecer relaciones personales y hacer alguna que otra panorámica en puertos más o menos turísticos. La gente joven con espíritu viajero y quienes realmente quieran conocer una ciudad es mejor que utilicen otro medio de transporte y dediquen mayor tiempo a las visitas.
Siendo así, alguien se preguntará por qué entonces me pego un crucero de vez en cuando. Es fácil: porque a estas alturas ya tengo las bielas oxidadas y los pulmones no me dan aire suficiente para echar diez o doce horas pateando una ciudad; si no ¿de qué?
La única ventaja de viajar en barco es que el primer día cuelgas la ropa en el armario y ya no hay que preocuparse de la maleta hasta la víspera del retorno.

Cada crucero tiene sus peculiaridades, si bien todos han coincidido en la normativa de comidas: desayuno y almuerzo discrecional y cena por turnos. Me explico. En las dos primeras comidas, el pasajero puede optar entre atiborrarse de comida plastificada en el correspondiente Self Service, o comer como una persona en el restaurante del barco; en este caso es recomendable atenerse a los principios de la buena mesa y conformarse con dos platos más la ensalada; así se evita el empacho y la revolución estomacal. La cena es cosa más seria y se establecen dos turnos de comedor: el primero, a las seis y media o siete, para los guiris; el segundo, a las nueve, para los españoles y algunos italianos; cada camarote tiene asignada una mesa fija. En nuestro crucero por el Báltico coincidimos con un matrimonio de Reus y otro de Madrid; charla intrascendente para tantear el terreno. Al final de la cena, los madrileños nos dijeron que hacían el viaje con unos amigos y que, a partir del día siguiente, los trasladarían a otra mesa para estar juntos; que no nos lo tomáramos a mal. Una vez se habían retirado, me fijé en un señor que ocupaba una mesa cercana y me pareció conocerlo:
- A ese tío lo conozco –le dije a Quiosquera-. No tengo puñetera idea de qué, pero yo he hablado con él.
- A mí no me suena de nada
El individuo en cuestión se levantó y echó mano al paquete de tabaco camino de una zona libre para el humo; tuve un flash.
- Fíjate en el paquete; a ver si es de Habanos.
En efecto, al pasar por nuestro lado pudimos ver que era ésa la marca de los cigarrillos.
- ¿Ves?
- Me sigue siendo desconocido.
Quedé dándole vueltas a la cabeza intentando recordar, sin éxito, en qué situación pudiera haber hablado con él. Tuve que olvidarme del tema.
Un par de noches más tarde, al salir del comedor vimos a la pareja madrileña y nos acercamos a saludarlos; iban acompañados de una señora que aún no habíamos tenido la ocasión de conocer. Llevábamos un rato hablando cuando se dirigió a mí.
- A usted yo lo conozco.
- No recuerdo.
- Sí. Fue en un crucero también. Al final hubo una especie de festival en el que participaron los pasajeros y usted nos recitó La Canción del Turista, una poesía que hizo a semejanza de La Canción del Pirata de Espronceda. También nos relató en verso un resumen del viaje.
- Entonces fue en el Volga, en 2006. ¿No será su marido un señor muy moreno que fuma Habanos?
- El mismo. En aquel crucero nos acompañaba nuestro hijo, que iba en silla de ruedas.
- Sí, un chico de 14 ò 15 años que tenía problemas de crecimiento de los huesos de las piernas y que lo iban operando para alargárselos.
- El mismo.
¡La de veces que Quiosquera y yo nos habíamos referido al chaval, a su capacidad de sufrimiento y la alegría y optimismo que transmitía! Llevaba no sé cuántas operaciones; le agarraban los huesos con unos clavos y se los iban estirando poco a poco. Y a cada tiempo una nueva operación para sujetarle los clavos en otro sitio.
- ¿Cómo le va al chico, que ya no será tan chico?
- ¡Qué va! Ya está hecho un hombre. Después de aquel viaje se le produjo una infección y lo tuvieron que operar varias veces para limpiarle los huesos. Todavía le quedan dos operaciones y le quedará una ligera cojera.
- Bueno, se lo veía con mucha fuerza de voluntad y con las consecuencias muy asumidas: lo superará.
- ¡Y tanto! Es ahora, que todavía se le nota mucho, y es el más optimista. “Venga mamá, me dice, que la única que ve que cojeo eres tú”.
Me alegré mucho. Uno tiene una especial sensibilidad para casos de estos y sabe el valor y la voluntad que hay que echarle para salir adelante. Y para que quienes te rodean dejen de preocuparse por ti y confíen en tus posibilidades.
Siete años después pude vislumbrar el final de una historia que había tenido muy presente en este tiempo.
Menos mal que el mundo es un pañuelo.