miércoles, junio 30, 2010

Ribera del Duero: Valladolid

Plaza Mayor. Ayuntamiento.

Habíamos estado en Valladolid hace varios lustros y en circunstancias muy especiales que nos llevaron a visitar la Iglesia de San Pablo, el Museo Nacional de Escultura en el Colegio de San Gregorio y la Playa de Valladolid en el margen del Pisuerga. El resto del tiempo lo pasamos comiendo.
Esta vez estábamos dispuestos a patear la ciudad y admirar todo aquello que pasamos por alto en nuestra anterior visita. Sin embargo, lo primero que hicimos fue visitar a un amigo virtual cuyo puesto de periódicos se ubica en uno de los nuevos barrios de la ciudad castellana. Fue una visita corta pero intensa que iniciamos en España, seguimos por Francia, Sudamérica, Cuba y vuelta a España con parada y fonda en Perú y una alusión a cierto volumen de Vargas Llosa. Fue la constatación de que detrás de cada individuo hay una historia que, en muchos casos, es más trascendente e interesante que cualquier obra de ficción por apasionante que ésta sea.

Cuando enfilamos la calle donde estaba el hotel, iba pendiente de los números porque empezaba a no fiarme de María Angustias. Acerté: el hotel apareció una esquina antes de lo previsto y en el preciso momento en que un coche salía del aparcamiento (zona azul) situado junto a una de las puertas de acceso. Esto es algo que rara vez me pasaba y que últimamente se repite con una cierta asiduidad.
Nos refrescamos un poco y, esta vez, no sólo me froté bien con crema solar sino que eché mano de la gorra que hace un par de años tuve que comprarme de Dubrovnik para, en situación similar, salvaguardar los sesos. Como las casualidades no se dan dos veces el mismo día, dejamos el coche aparcado como estaba y tomamos un taxi que nos llevase lo más cerca posible de la Plaza Mayor.
- El museo de escultura policromada nos lo saltamos esta vez –insinuó Quiosquera-.- Ya veremos porque a mí me gustaría contemplar a mis anchas el claustro de San Gregorio.
El taxi nos dejó en la calle Ferrari e iniciamos la caminata. Casi se quedó en inicio porque tenía agujetas en los hombros y brazos, producto de mi ascensión a la cúpula de la Torre del Homenaje del Castillo de Peñafiel. Y es que no hay nada mejor para el dolor de brazos que subir unas escaleras (y bajarlas, que también tiene su miga).

Plaza Mayor. Preparando el espectáculo.

La Plaza Mayor de Valladolid debe ser muy bonita; prometo que, en alguna ocasión, me compraré una postal para verla bien porque la encontramos repleta de gradas de aluminio. Ni siquiera pude acercarme lo suficiente para enterarme quién es el fulano que representa la estatua del centro de la plaza. Sí pudimos apreciar la fachada del Ayuntamiento y las porchadas que rodean el espacio. Revindico la construcción de un Manifestódromo en cada pueblo o ciudad capaz de organizar procesiones, conciertos, mítines políticos o cualquier otro evento al aire libre que toque las pelotillas al sufrido turista. La función del Manifestódromo consistiría en albergar todas las concentraciones ciudadanas y, a ser posible, las obras de restauración de los monumentos deteriorados. A ver si alguien entiende que, cuando un turista llega a contemplar un monumento y se lo encuentra en obras, es como el vendedor de prensa que levanta la persiana del quiosco y le han cortado el servicio.
No sé si era en la Plaza Mayor donde se celebraban los autos de fe pero me acordé de una ilustración de mi Historia de España que representaba a Felipe II contemplando desde un balcón como el fuego hacía justicia divina con unos cuantos herejes.

Catedral

Tomamos un refresco para descansar un poco los brazos y, derrapando, tomamos la calle Ferrari camino de la Catedral a la que llegamos por retaguardia siguiendo una calle estrecha. Desde Calatañazor no habíamos encontrado una sola iglesia abierta y la Catedral de Valladolid no fue una excepción; bies es cierto que a esa hora el sacristán debería estar echando la siesta. Desde la plaza que hay delante, situamos unas cuantas iglesias cuya fachada pensábamos visitar y rodeamos la catedral para pasar por la Universidad.

Universidad

Como no podía ser de otro modo, la plaza que tiene delante está presidida por una estatua de Miguel de Cervantes que debieron hacerle antes de la batalla de Lepanto, ya que su mano derecha aparece apoyada con fuerza sobre un libro (los primeros apuntes sobre Don Quijote, quizás) y la izquierda, con no menos fuerza, sobre la espada.

Universidad. Cervantes

Fuimos dejando atrás Santa María la Antigua, las Angustias y el Teatro Calderón.

Santa María la Antigua

Frente a este han levantado una estatua que no tengo idea qué intitula pero si trata de representar a Calderón es de muy mal gusto.

Teatro Calderón

Al rey la hacienda y la vida
se ha de dar; pero el honor
es patrimonio del alma
y el alma sólo es de Dios.

Y no queda muy honorable el estatuado monigote. Aunque, quizás, Don Pedro habría exclamado:

Monigote frente al Teatro Calderón

¡Ay, misero de mí! ¡Ay, infelice!

Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así
que delito cometí
contra vosotros naciendo.

San Pablo

Entre unas cosas y otras llegamos a la fachada de San Pablo. Es como la recordaba: encaje de bolillos. Cerrada. Nos acercamos al Colegio de San Gregorio. Cerrado. Me daba igual ver o no el Museo de Escultura; yo lo que quería ver es el claustro que también es encaje de bolillos pero en cuadrado y formando columnas.

San Grergorio

Nos sentamos en una mini terraza y estuve tentado de tomar un café con hielo ahora que el Súper no me veía pero no fui capaz de traicionarlo; me tomé una tónica. Delante teníamos la fachada de San Gregorio que tampoco es que tenga mucho desperdicio. Sin embargo, otro espectáculo atrajo nuestras miradas. Una paloma picoteaba por la plazoleta mientras dos machos intentaban atraer su atención. Se pusieron en paralelo y comenzaron a darse aletazos: un verdadero combate de boxeo; uno de ellos se retiró un poco, supongo que en plan “tiro la toalla”, pero el otro no le dio tregua y le endiñó otro par de sopapos con el ala hasta que lo hizo huir hasta un saliente de la fachada. La hembra, que había dejado de picotear y contemplaba la disputa, se quedó mirando al vencedor que, ufano, hinchó pecho y se puso a arrullar. La paloma le dio la espalda y siguió con su picoteo. No sé si es que no había ganado el guapo o que lo único que le interesaba era ser el centro de atención de los machos.

De vuelta a la plaza vimos el indicador de la Casa-Museo Zorrilla y no pude dejar de rememorar algunas de las estrofas del poema romántico que, en vano, he tratado de imitar durante mucho tiempo: A buen juez, mejor testigo.

Miróla Diego Martínez
atentamente un instante,
y echando a su lado el embozo
repuso palabras tales:
"Dentro de un mes, Inés mía,
parto a la guerra de Flandes;
al año estaré de vuelta
y contigo en los altares.

Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó,
y un año pasado había
mas de Flandes no volvía
Diego que a Flandes partió.

Tan galán como altanero
dejó ver la escasa luz
por bajo el arco primero
un hidalgo caballero
en un caballo andaluz.

Asióse a su estribo Inés,
gritando: "¡Diego, eres tú!"
Y él viéndola de través,
dijo: "¡Voto a Belcebú,
que no me acuerdo quién es!"

"Digo que miente, juró".
"¿Tienes testigos?"
"Ninguno".
"Capitan, idos con Dios
Y dispensad que acusado
Dudara de vuestro honor".

"Llamadle, tengo un testigo;
Llamadle otra vez, señor.

Tengo un testigo a quien nunca
Falto verdad ni razón".
"¿Quién?"
"Un hombre que de lejos
nuestras palabras oyó,
mirándonos desde arriba."
"¿Estaba en algún balcón?"
"No, que estaba en un suplicio
donde ha tiempo que expiró."
"¿Luego es muerto?"
"No, que vive,"
"Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fue?"
"El Cristo de la Vega,
a cuya faz perjuró."

La ley es ley para todos;
tu testigo es el mejor,
mas para tales testigos
no hay más tribunal que Dios.
Haremos….. lo que sepamos.
Escribano, al caer el sol
al Cristo que está en la Vega
tomaréis declaración."

Jesús, Hijo de María,
ante nos esta mañana,
citado como testigo
por boca de Inés de Vargas,
¿juráis ser cierto que un día
a vuestras divinas plantas
juró a Inés Diego Martínez
por su mujer desposarla?
Asida a un brazo desnudo
una mano atarazada
vino a posar en los autos
la seca y hendida palma,
y allá en los aires: "¡Sí, juro!"
clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
la vista a la imagen santa…….
Los labios tenía abiertos
y una mano desclavada.

Palacio de Pimentel

En una esquina de la plaza, próximo a la fachada de la Iglesia de San Pablo, está el Palacio de los Pimentel donde parece ser que nació Felipe II. En la otra acera, el Palacio Real de Valladolid y, en el centro de la plaza, la estatua del rey: Valladolid a Felipe II. Desde el pie de la estatua observamos que un individuo mal arreglado se acercaba a la puerta de la iglesia.


- Han abierto San Pablo.
- ¿Cómo lo sabes?
- Porque aquel tío va a trabajar
Nos acercamos. Acerté en las dos cosas: las puertas estaban abiertas y el fulano pedía en el atrio. Pasamos de largo y dijo algo que no entendí.
- Será… Me parece que me ha dicho roñosa.
Se preparaba el oficio religioso y nos limitamos a echar un vistazo al interior; en todo caso no recuerdo cómo era. Enfilamos la puerta.
- Verás como ahora no dice nada.
Salí, me calé la gorra y lo miré fijo a los ojos y muy serio. Mientras sopesaba el bastón de la mano derecha, le sonreí. Cuando pasamos a su lado no dijo nada. Yo sí.
- En la tuya por si acaso.
Y nos fuimos a la playa.


Eran las seis de la tarde y ya la habían cerrado. La playa en sí, no; todavía quedaba gente tomando el sol pero yo quería subir a un barco del tipo "El tahúr del Missisipi" para navegar por el Pisuerga y hacía un ratito que habían cerrado las taquillas.

Volvimos hacia la Plaza Mayor. Estaba cansado y con el pensamiento puesto en la ruta del día siguiente que iba a ser dura, así que no vi nada en el camino de vuelta. Quiosquera debió notar que andaba colgado de los bastones y propuso que nos fuéramos a descansar. Nos esperaba la tercera parte de la Ribera del Duero.

lunes, junio 28, 2010

Ribera del Duero: Hasta Peñafiel

El Burgo de Osma

Desde Calatañazor volvimos a la N-122 camino de El Burgo de Osma, cuya catedral, nos había dicho nuestro improvisado guía, es la más grande de España después de la de Sevilla; abreviando: El Burgo de Osma tiene la segunda catedral más grande del país.
Aparcamos junto a la estación de autobuses y entramos a ver si conseguíamos un plano de la ciudad. Los del Burgo conocen su pueblo y no necesitan planos, así que eché mano de María Angustias (por cierto, Bandolera, la Virgen de las Angustias es la patrona de Graná, qu’es mi tierra) y me situé; cruzamos al otro lado de la calle, atravesamos un arco de piedra y fuimos a dar con la Plaza Mayor; bien, no sé si era la mayor o la menor, pero si sé que es lo bastante grande como para contemplar con holgura el Ayuntamiento a un lado y el Hospital de San Agustín al otro.

Digresión: El Burgo de Osma empieza a tocarme las narices. He accedido a la página oficial de su Excelentísimo Ayuntamiento por ver si encontraba el nombre del arco anteriormente mentado y he visto que tiene un apartado de “Visitas ilustres”, es decir, personas importantes que han visitado la ciudad: no he encontrado la foto que conmemora nuestra llegada. Puede ser que aún esté pendiente pero en casi 4 semanas deberían haber encontrado un hueco para colgarla. He quedado bastante desmoralizado.

Tras las fotos de rigor, tomamos la calle Mayor en dirección a la Catedral, dejando a nuestra izquierda los mesones que se abren a la sombra de la zona porticada, y a nuestra derecha, los blasones que jalonan las puertas de las antiguas casas señoriales. La Plaza de la Catedral es la leche; me refiero a que muchos monumentos pierden su encanto porque les falta el espacio necesario para que el visitante los contemple en su conjunto. En El Burgo de Osma hay espacio más que suficiente para admirar la fachada principal de la Catedral, los pórticos de enfrente y la fuente central, que también sirve como punto de admiración del entorno. Al fondo, siguiendo la calle Mayor, se veían las murallas que rodeaban la ciudad, y la puerta de entrada. La Catedral estaba cerrada y hubimos de conformarnos con disfrutar las fachadas. Viniendo por la calle Mayor había visto una calleja que parecía rodear la Catedral y volvimos sobre nuestros pasos para apreciar la cara oculta del monumento. Craso error; la calle no rodea totalmente la iglesia sino que se abre hacia el río Ucero. Ya que estábamos en ello nos acercamos hasta la alameda desde donde pueden verse las antiguas murallas y el puente que cruza más abajo. Uno, que de riadas sabe algo por haber vivido varias en directo, lo primero que apreció es que el puente que cito no es perpendicular a la corriente del río, lo que puede acarrear trágicas consecuencias. Los técnicos del ayuntamiento también se habían dado cuenta y habían ideado, sobre el cauce, una especie de jardín artificial que obliga a la corriente de agua a recorrer una chicane con lo que el río encara el puente de frente pero utilizando sólo los ojos de la derecha. Si algún día el Ucero baja bravo, se saltará la chicane, arramblará con el jardín taponando los ojos de la izquierda del puente que saltará con pértiga, y anegará la dehesa que hay algo más abajo. Claro que eso también deben haberlo visto los técnicos del ayuntamiento.
Volvimos a entrar al Burgo por la puerta que se abre en la muralla y que ya habíamos visto desde la Plaza de la Catedral.

San Esteban de Gormaz La siguiente parada estaba prevista en San Esteban de Gormaz. La única referencia que tenía del pueblo fue la mención que Adolfo, un antiguo compañero de trabajo, había hecho delante de mí. Adolfo había comprado una manada de ovejas a tercias con un par de amigos y pastoreaban por aquella zona (las ovejas, se entiende). Cuando iba a pedir cuentas al pastor, pernoctaba en San Esteban. Mi intención era cruzar el pueblo por el centro y pararme sólo si veía algo interesante. Lo vi. La montaña de la derecha daba la impresión de albergar un pueblo troglodita a semejanza de Purullena o Guadix en Granada. Subimos hasta obtener el marco adecuado para la foto y volvimos hacia el centro. Luego nos enteramos que, además de casas excavadas en la roca, la montaña alberga las bodegas donde el vinillo de la zona toma cuerpo. Al inicio de la calle Mayor aparcamos a la sombra que daba la Iglesia de cuyo nombre no consigo acordarme e iniciamos la ruta pedestre. Caía un sol veraniego y Quiosquera se empeñó en embadurnarme la cara y el cogote con una de esas cremas de protección 50 que tanto me molesta ponerme y que a la larga (o a la corta) agradezco haberme puesto o maldigo el momento en que se me ocurrió no hacer caso a la jefa. Nos desviamos a la derecha para acceder a una plaza desde donde se volvía a contemplar la montaña perforada. El centro de la plaza estaba presidido por una fuente que parecía arrancada de las Ramblas de Barcelona. De vuelta a la calle principal nos adentramos en la Plaza Mayor que, en este caso, era Menor; un anchurón junto a la calle homónima, con soportales apoyados en gruesos maderos que iban a morir junto a una puerta en arco de la antigua muralla. Quiosquera desenfundó la derringer digital y se puso a disparar hacia los 5 puntos cardinales; digo bien porque afotó siguiendo la rosa de los vientos y acabó apuntando a las alturas. La detuve cuando quiso cruzar la muralla para obtener una instantánea del arco desde el otro lado de la calle.
- Ese lo veremos a la vuelta.
Con el sol que caía, en la calle no había ni lagartijas. Un cartel indicaba iglesias y monumentos románicos pero no estaba claro hacia dónde apuntaban las flechas. Algo más adelante, un paisano manipulaba una manguera.
- ¿Hacia dónde hemos de ir para encontrar los monumentos románicos?
- Por allí, por allí y por allí.
Pensé que era el tonto del pueblo (a ningún otro se le hubiera ocurrido estar al sol, tener una manguera y no enchufarse el chorro de agua sobre la cocorota) pero comprobamos hasta donde fuimos capaces que el hombre tenía razón.
Para entonces ya me picaba todo el cuerpo. Me llevo bastante mal con los rayos solares y mucho peor con el polen, y el aire iba cargado de OVNIS algodonosos que se espesaban a medida que nos adentrábamos por la Calle Mayor. Finalmente dimos con la empinada calle de Santa María que acababa en unas escaleras, no menos empinadas, en cuya cumbre se levanta la Iglesia de Nuestra Señora del Rivero. No estaba yo para escaladas pero no me había parado en San Esteban para que luego Quiosquera me enseñara las fotos, así que apreté los dientes y me pude a subir escalones. Lo agradecí por dos veces: la primera porque por allí ya había pasado el polen y se me suavizaron los picores y segundo porque el monumento es magnífico y la panorámica excelente. A lo lejos, arriba de la montaña, las ruinas del castillo y en su falda la iglesia de San Miguel (o vaya usted a saber). Nuestra Señora permanecía cerrada y sólo pudimos ver los arcos románicos de la fachada sur y la lista de bodas que aparecía clavada junto a la puerta.

La bajada fue más dura. Mientras estábamos arriba se había espesado el polen que flotaba en el aire y empezaba a pegársenos en el cuello, cara y otras partes sudadas.
- ¿Cómo es que hay tanto polen por aquí? –preguntó Quiosquera-.
- El follaje de la flora.
- Ya. Tú que eres de pueblo ¿sabes cuánto dura?
- Hasta que todas las flores se queden preñadas…
Tuve que darle un poco más de prisa a los bastones para zafarme del sopapo que me dejó ir. La carrerilla nos llevo a la orilla del Duero; más bien a un canal que corría (despacito, casi parado) junto a la carretera y sobre el que iba aterrizando el polen que perdía el compás del viento. No sé de qué demonios se alimentan los mosquitos pero juegan con los algodoncitos flotantes: hacía muchos años que no veía tantos juntos.
Volvimos a la Plaza Mayor por el arco de la muralla y enfilamos de nuevo la N-122 camino de Peñafiel. Antes, Quiosquera había intentado reservar habitación en Valladolid pero tuvo que desistir: David Bisbal actuaba en la ciudad y estaba complicado conseguir un alojamiento. Encontramos en Peñafiel sin problema.
Cuando le dije a María Angustias que quería ir al castillo, me preguntó si no me importaba que tomásemos por una carretera sin asfaltar; le contesté que de ninguna manera y se enfadó: puso morros, marcó una cruz en la pantalla y quedó muda. Tuve que rogarle que me llevase por el camino sin asfaltar y se le pasó el cabreo; no sólo me llevó hasta la misma puerta del castillo, sino que tuvo piedad de mí y nos dirigió por caminos asfaltados.

Peñafiel

Eran las seis y media de la tarde y no creí que a esa hora fuese posible visitar el castillo. De todos modos subimos los escalones que nos separaban de la planta baja y accedimos a un pequeño patio artificial (quiero decir que no es original del castillo) que separa la torre del homenaje de la entrada al museo. ¡Ojo, el Museo del Vino! Como después veríamos y ya habíamos adivinado en nuestro ascenso, la montaña que soporta el monumento está horadada y da cobijo a las bodegas de Protos. No es de extrañar entonces que medio castillo se dedique a albergar el museo. Como todavía era temprano, nos acercamos al mostrador y preguntamos si se podía visitar.
- La última visita empieza a las siete menos cuarto y dura 40 minutos.
Nosotros preguntábamos por la visita al museo pero cuando sacamos las entradas vimos que la visita que empezaba era la del castillo. Después de la paliza que nos habíamos dado en el Burgo y, sobre todo, en San Esteban, no tenía muchas ganas de subir escaleras pero decidí que llegaría hasta las almenas para que Quiosquera me hiciese la foto y de allí no me movería. La visita era guiada y nos tocó la misma chica que nos había vendido las entradas. A mí me pareció que hablaba con acento italiano (lo digo porque me recordaba a unas clientes italianas que se dedicaban a la ponoconferencia y que solían recargar el móvil en el quiosco). Quiosquera opina que era sudamericana. Fuera de donde fuese, nos invitó a subir el primer tramo de escaleras, también artifíciales, que llegaba a las almenas. La media parte norte del castillo, la que alberga el Museo del Vino, ha sido cubierta para que los turistas puedan deambular cómodamente sin necesidad de caminar por el voladizo que corre junto a las almenas. A la sombra que proporcionaba la Torre del Homenaje, nuestra guía nos dio las primeras explicaciones:
- El castillo de Peñafiel fue mandado construir por Don Juan Manuel en el señorío que le había donado su tío Alfonso X el Sabio. No fue nunca un castillo fronterizo pero estaba expuesto a las razias de los moros por lo que Don Juan Manuel, más inclinado a la literatura que a las armas, lo puso bajo el patrocinio de Juan II de Aragón. Con el tiempo, Juan II de Castilla, que no veía con buenos ojos que los aragoneses tuviesen posesiones en el corazón castellano, atacó a su homónimo aragonés y le arrebató el castillo que puso en manos de los Téllez Girón. Éstos lo reconstruyeron y le dieron la forma actual.
Arrugué el hocico. Quiosquera, que me conoce como si hubiera parido, preguntó:
- ¿Qué te pasa?
- O la guía se ha equivocado de Juanes o la historia que nos ha enchufado es un cuento.
- Hombre, suelen estar preparadas.
- Todo lo que quieras pero Juan II de Aragón es el padre de Fernando el Católico y eso es de mil cuatrocientos y pico y Alfonso X es de mil doscientos y pico largo. Hay casi 200 años de diferencia.
Después de los 10 minutos de recreo para asueto del visitante y captación de fotos digitales, entramos en la Torre del Homenaje, redecorada a imitación de los tiempos de Don Juan Manuel. La chica, a la que la voz iba abandonando a medida que hablaba (y eso que llevaba un micrófono a pilas), nos contó la forma de vida del castillo y la distribución de plantas y habitáculos de la estancia, que por supuesto, ya he olvidado.
- Y ahora, los que quieran pueden subir a lo alto de la torre, desde la que pueden contemplarse las mejores vistas de la zona. Sólo son 64 (¿o eran 62?) escalones; bastante altos, eso sí.
Dejé que la gente iniciara el ascenso. Cuando la mayoría ya había traspasado la puerta de acceso me asomé: escaleras de caracol borracho, quiero decir que no subían en círculo sino en cuadrado, y peldaños de 40 ó 45 cm de alto. Había pasamanos.
- ¿Te atreves?
- Sólo un poquito; cuando me canse doy la vuelta y bajo.
La guía venía detrás de mí; no me pisaba los talones porque los peldaños eran altos y yo iba uno por delante. Faltaba muy poco para llegar cuando me paré.
- ¿Te quedas aquí? Sólo falta un poco…
- No, es que se me está cayendo el tirante de la combinación.
Cuando viajo, suelo llevar una mochililla con algunos trastos de supervivencia: un canguro para la lluvia, una pila de repuesto para la filmadora, un bocata por si acaso… He cambiado tres o cuatro veces de modelo de mochila y siempre, al subir o bajar, se me cae la correa del hombro derecho.
Paré, me cambié el bastón de mano y puse el tirante en su sitio. La muchacha del micro, que había oído la conversación, se olvidó que estaba afónica y soltó una carcajada cuando me subí la combinación.
Lo malo que tiene subir a un pingurucho es que después se ha de bajar; por lo demás, desde la Torre del Homenaje del castillo de Peñafiel se disfrutan las mejores vistas de la comarca: desde los campos de viñas alineadas en el páramo, hasta las Bodegas Protos amontonadas en la base de la montaña.
El resto viene en cualquier guía.

Camino del hotel, Maria Angustias anunció:
- En la rotonda, salga de frente: segunda salida. Luego, ha llegado a su destino.
- ¡El hotel! –casi gritó Quiosquera-.
- Ya lo dice María Angustias.
- Que no, que acabamos de pasar el hotel.
En efecto, el hotel estaba 200 m antes de lo que anunciaba el navegador.

Ya en la habitación se me ocurrió mirarme al espejo. La base de la cornamenta o, mejor aún, los estuarios que forma la frente sobre el pelo que me queda estaban de un rojo salmonete subido. Los brazos y los rebordes de las orejas, también. Notaba la piel tirante y escocía un poco. Me pude crema hidratante, antialérgica y rejuvenecedora y recé para que no se me levantara el pellejo y me dejase los sesos al aire.

Aquella noche accedí a Wikipedia desde el ordenador del hotel.
Fernando III el Santo instituyó el señorío de Peñafiel para su hijo Alfonso X el Sabio, el cual lo transfirió a su sobrino el infante don Juan Manuel. Éste fue quien se ocupó de la reedificación del castillo y del recinto amurallado en la primera mitad del siglo XIV. Algo después, siendo rey de Castilla Pedro I el Cruel, se suprimió el señorío y pasaron sus bienes a propiedad regia. De Juan I pasó el castillo a manos de Fernando de Antequera, y de las de éste a su hijo Juan II de Aragón. Siendo Juan todavía infante residió en el castillo durante algún tiempo, de forma que en él nació (1421) su primer hijo, Carlos, príncipe de Viana. En él también protagonizó una revuelta contra Juan II de Castilla, quien lo tomó en 1451 y ordenó su demolición. No obstante, en 1456 concedió a don Pedro Téllez Girón, Maestre de la Orden de Calatrava, los derechos sobre los restos del castillo, incluido el de su reedificación” (sic).
Estaban todos los Juanes y no era cuestión de perder mucho tiempo explicando las vicisitudes por las que pasó el castillo durante los casi 200 años que faltaban. Por lo demás, la historia que nos habían contado aquella tarde era correcta.

lunes, junio 21, 2010

El tambor del moro

ADVERTENCIA para los malpensados:
Confirmo que he estado en Lisboa hace apenas una semana pero José Saramago ha muerto en Lanzarote (España).

Aunque soy bastante desorganizado, cuando viajo me gusta planificar la ruta; luego, sobre la marcha, se improvisa lo que se puede y un poco más, pero de salida parto con las ideas claras sobre qué me gustaría ver y cuándo. La segunda etapa del viaje tenía origen en Soria y destino en Valladolid, siendo El Burgo de Osma, San Esteban de Gormaz y Peñafiel las paradas previstas.

Nunca se conoce una ciudad lo suficiente pero en Soria he estado varias veces y no estaba en el programa visitarla; sin embargo no pudimos resistir la tentación y subimos las calles empinadas hasta dar con el cementerio, volver un poco sobre nuestros pasos (las ruedas del almamóvil, que ya no es alma) y detenernos brevemente junto al olmo.

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
se nota mucho más que algún lacayo
tapase con mortero el tronco herido.

Supongo que no hay otra forma de conseguir mantener en pie el viejo tronco, pero cada vez que veo asomar ladrillos de sus entrañas se me ponen los pelos de punta. Parece como si alguien estuviese empeñado en eliminar el ultimo verso de la estrofa de Machado: “Algunas hojas verdes le han salido”. Por eso, esta vez ni me bajé del coche: Llegué, vi y seguí la ruta.

Llevábamos poco rato de camino cuando vimos la salida hacia Calatañazor. No estaba prevista su visita a pesar de que en muchas ocasiones lo habíamos comentado; Aun así, y sin pedirle permiso a María Angustias, tomamos el desvío. Desenchufé el GPS, recorrimos los pocos kilómetros que separaban el pueblo de la carretera general y escalamos la vereda que forma la Calle Real. Encontramos un hueco donde aparcar en la Plaza Mayor (y única, creo) y nos dispusimos a efectuar una visita rápida. Mientras metía a María Angustias en su funda, Quiosquera desapareció. La localicé pegando la hebra con un paisano que le daba explicaciones sobre el entorno.


- Esta es mi casa –decía-. Vivo en Madrid pero paso aquí las vacaciones y algunos fines de semana. Todo esto está declarado Patrimonio Nacional y hemos de mantener las fachadas tal como están; no podemos hacer ningún tipo de obra que no esté aprobada por Patrimonio. Esta tarde nos vamos a juntar aquí 16 personas, así que si se quieren pasar a tomar café…
Le explicamos que íbamos de ruta y que sólo estaríamos un ratito en el pueblo.
- Pues las mejores vistas se ven desde el castillo… Lo que pasa es que para llegar allí está un poco complicado. Han de bajar por esa vereda, doblar a la derecha y luego ascender por la ladera… Yo de usted –se dirigía a mí- no subía; el camino está mal y además ha llovido con lo que es muy fácil pegar un resbalón. Aunque desde allá también hay una buena vista del campo donde se celebró la batalla… Que verán ustedes, los historiadores dicen ahora que aquello ni fue batalla ni nada, que Almanzor ya llegó derrotado de Medinaceli. Pero los agricultores cada vez que aran encuentran armas antiguas; en cada casa hay un pequeño museo.
- ¿Y el tambor? ¿Han encontrado el tambor? –pregunté por el instrumento para que viera que yo también estaba al loro.
- No, hombre. Lo del tambor es leyenda… vamos, más bien es un dicho.
- Echaremos un vistazo.


- Y la iglesia; no dejen de ir a la iglesia. Aquí en Castilla la Vieja, en cada pueblo, por pequeño que sea hay una o dos iglesias. En Calatañazor, salvo la que está en la Calle Real, un poco más abajo, todas están en ruinas. En el siglo pasado había 70 familias y 4 iglesias.
- Como en mi pueblo –dije-.
- ¿También hay iglesias?
- No, en mi pueblo había 100 familias y 4 bares.
- Aquí también: está el del Teofrasio…
Dijo tres o cuatro nombres visigodos y reiteró su invitación a café.

Bajamos por la vereda. Al doblar el primer recodo ya podía contemplarse toda la inmensidad del campo castellano; era suficiente para hacernos una idea del escenario de la batalla pero Quiosquera se empeñó en bajar un poco más y llegamos hasta el inicio del camino de ascenso al castillo. Había un montículo rocoso y, a su lado, una cartela indicaba que eran tumbas de la Alta Edad Media. En efecto, excavadas en la roca aparecían 2 o 3 agujeros con forma de molde de momia pero el muerto se había escapado ya que estaban vacías. Mientras hacía estas deducciones arqueológicas, Quiosquera ya iba por la mitad del sendero que conducía a las ruinas del castillo. No debió de verlo muy claro porque volvió., Yo lo vi clarísimo: la senda tenía unos 100 m de largo con una pendiente de unos 60º (no llevaba el goniómetro pero, grado arriba, grado abajo, no debería variar mucho).
- El tío del pueblo no es del pueblo.
- ¿Qué dices?
- Que el tío que nos ha explicado el camino del castillo no es del pueblo o nosotros no lo hemos entendido. Fíjate: una vez has llegado a las ruinas todo aquello es plano y al final o está la Plaza Mayor o alguna calle adyacente. O sea, desde el pueblo hay un camino más corto para ir al castillo.

Volvimos por el mismo sendero. Desde la Plaza Mayor se podía ascender a una muralla ruinosa a través de un caminillo de 15 m de largo y una pendiente de 70º que Quiosquera recorrió para hacer la foto de rigor y cerciorarse de que yo estaba en lo cierto.
Al final no pudimos ver la única iglesia que quedaba en pie porque, cuando estaba cerrada al culto, había que avisar con tiempo a la señora que guardaba la llave.


Lo curioso es que en Calatañazor han levantado un busto de Almanzor pero no vimos ningún monumento en memoria del conde castellano que teóricamente lo venció.

viernes, junio 18, 2010

Maria Angustias, Machado y el Duero

El turista español medio suele viajar con ciertas limitaciones; por lo general, limitaciones de tiempo y limitaciones dinero. He tenido la suerte de poder hacer muchos kilómetros sin tener que preocuparme demasiado de la cartera, tal vez, porque las limitaciones de tiempo eran tales que encubrían la escasez de disponible. Por primera vez he gozado de la oportunidad de echarme a la carretera sin tener que pensar en exceso en la fecha de vuelta: tenía por delante todo el tiempo del mundo (de MI mundo), y con lo que me he ahorrado al no celebrar la jubilación con los compañeros de trabajo, tampoco me preocupaba mucho el dinero. El único problema eran dos problemas: que Quiosquera sí que tenía que volver al curro y que yo no tenía ni idea de cómo me iban a responder las coyunturas. He comprobado dos cosas: la primera es que hace 30 años que dejé de tener 30 años y eso se nota, y la segunda es que todavía tengo saque y capacidad de sufrimiento suficiente cuando de patear ciudades se trata; es cuestión de ser menos avaricioso a la hora de contemplar monumentos y más permisivo al darle gusto al cuerpo cuando éste solicita un cafetito o un refresco sentado en cualquier terraza.

A la hora de viajar, mi mayor preocupación es obtener los mapas de las ciudades que quiero visitar; con un mapa en la mano, el destino previamente localizado, y determinado y estudiado el trayecto, voy bastante tranquilo a pesar de que no me fío mucho del copiloto. Así y todo siempre hay un cruce o una diagonal que no está bien expresada en el plano o que yo no he visto claro y acabo más liado que la pata de un romano; he de pararme en una esquina y rediseñar el trayecto. Es cierto que preguntando se va a Roma, pero en Roma ya estuve, amén de que me molesta preguntar; los buenos ciudadanos quieren explicar la ruta con tal detalle que lo normal es que acabe en el extremo opuesto al que me dirijo. Por eso, en cuanto me enteré de la existencia del GP Ése, me hice con un modelo sencillito que me ayudase a salir (y entrar) de apuros y no fuese excesivo para una mentalidad acostumbrada a orientarse por la posición del sol y el olfato. La primera experiencia fue positiva y pude entrar y salir de Madrid sin grandes dificultades; luego vino el desastre: el localizador era tan lento que le costaba Dios y ayuda dar con los satélites, y los mapas tan antiguos que cantidad de calles no aparecían en ellos.
Por tener expuesta toda la gama de chicles, Orbit me regaló la Mari Pili: receptor de señal GPS y PDA sencillita que encajaba a la perfección en el receptor. Los mapas eran los de Viamichelín y parecían más actualizados aunque, circulando, no mostraba el nombre de las calles adyacentes. Mari Pili, con la que he tenido agrias discusiones, cumplió su función durante cuatro años (casi) y sólo recuerdo una vez que, yendo al aeropuerto de Granada, me soltó el “Ha llegado a su destino” en mitad de una carretera de dos carriles en cada sentido. En su descargo he de decir que desde allí se veía la torre de comunicación del aeropuerto. Fue a raíz de mi viaje por el norte de España cuando comprobé que, a menudo, había una diferencia de 200 ó 250 metros entre el objetivo marcado y el “Ha llegado a su destino” de Mari Pili; le eché la culpa al satélite gallego pero no era eso: en breve pude comprobar que el desvío se producía con mayor asiduidad de lo conveniente y afectaba a otros satélites. Decidí que era el momento de jubilar a Mari Pili y hacerme con un GPS más actualizado: para tal menester adopté a María Angustias.

María Angustias es monovolumen: el mismo cacharro incorpora el receptor y la pantalla, y es muy fácil de colocar en el parabrisas. Además, una vez sujeta la ventosa, no se cae. He cambiado el sistema de mapas Viamichelín por el Tostón que sí muestra los nombres de la calle por la que se circula y las calles que se van cruzando. Y cuando dice “gire a la derecha”, hay que mover el volante ya, no dentro de 15 ó 20 m. Por si no fuera suficiente, puedo ir de un sitio a otro pasando por los puntos que a mí me dé la gana y no estar a expensas de lo que a Mari Pili le apetezca. He de decir que al nuevo GPS lo bauticé como María Angustias porque preveía que me lo iba a hacer pasar mal pero después de las primeras pruebas me quedó el pesar de que a lo mejor me había equivocado de nombre.

Con esas perspectivas iniciamos nuestro viaje, siendo Soria el primer punto de destino. Programé el itinerario y María Angustias se empeñaba en llevarme por la autopista AP68 (de pago) deurante unos cuantos kilómetros a la salida de Zaragoza con piso de cemento armado; quiero decir que quienes pusieron precio al trayecto tienen la cara de cemento armado. Indiqué a María Angustias que tomase la autovía A68 que corre en paralelo y me evitase empezar el recorrido regalando euros. Sobre la marcha decidimos dormir en el Parador Nacional Antonio Machado. Aprovechando que había que echar gasolina, programé a María Angustias. Soria, Parador Antonio Machado… nones. Soria, Parador… “Parador de Soria”, dijo María Angustias. O.K. Llegados a Soria, fui siguiendo las instrucciones pero no me acababa de convencer el camino que me señalaba. En efecto, al final de una calle sin salida espetó: “Ha llegado a su destino”.


- ¿Y ahora, qué? –dijo Quiosquera.
- Contraprogramación.
Aprovechando que por la calle sin salida no circulaban coches, reprogramé el GPS, sólo que ahora, en vez de dirigirlo al Parador de Soria, le indiqué que nos llevase a la calle de Fortún López. Le costó un poco porque había una calle en obras y María Angustias se empeñaba en tomar siempre el mismo camino, pero llegamos sin novedades importantes.

Por la noche, ya metido en la cama, repasaba la ruta de los días siguientes que correría cercana al Duero e intenté acordarme de alguno de los versos que le dedicó Antonio Machado. Sin embargo, me salté una generación y lo que me venía a la memoria era el Romance del Duero de Gerardo Diego. En particular aquellas estrofas que, más o menos, empiezan:


Río Duero, río Duero,
Nadie a acompañarte baja;
Nadie se detiene a oír
Tu eterna estrofa de agua.

Y que continúan, me parece:

Río Duero, Río Duero,
Nadie en tu margen acecha
Que está la gente en la viña
Recogiendo la cosecha.

Río Duero, río Duero,
Nadie a acompañarte baja
Que están pisando las uvas
Rellenando las tinajas.

Río Duero, río Duero,
Quien a tu lado viviera
Apurando copa a copa
El vino de tu Ribera.



Bueno, esto no es romance y creo que no era así exactamente pero a mí me valió para quedarme dormido. Quizá producto de una cogorza imaginaria y poética.
Recuerdo que mi último pensamiento antes de quedarme roque fue un intento de recordar el apellido de Gerardo Diego. Hay muchos personajes célebres conocidos por sus dos nombres de pila pero también conocemos el apellido. Por ejemplo, Miguel Ángel (Buonarroti), Juan Ramón (Jiménez), Juan Carlos (De Borbón), Diego Armando (Maradona), Luís Miguel (Dominguín)…
Pero Gerardo Diego ¿qué?