Cataratas
Vivencias presentes y pasadas de un pensionista con tiempo para pensar
En 1985 compré un terrenillo en
Vilanova del Vallés; era un cacho de cerro con bastantes pinos y unas cuantas
encinas. Mandé aplanar un trozo de terreno y allí levanté la casa más pequeña
que me permitieron las ordenanzas municipales. En el resto del terreno hice
bancales, procurando que la altura entre uno y otro no fuera excesiva; para
ello hube de liquidar los pinos, solicitando previamente permiso del
ayuntamiento, permiso que me fue concedido siempre y cuando plantase otro árbol
por cada pino cortado. Compré unos cuantos frutales a
raíz desnuda y me puse a cavar hoyos. Tenía una espiocha a mi medida, es decir,
pequeñita y de poco peso; cada vez que daba una cavada saltaban un chorro de
chispas y el pico rebotaba como si hubiese pegado en goma; estaba claro que,
con esa herramienta, la fuerza de mis musculillos y la dureza de la tierra (me
dijeron que era sablón) no iba a ser capaz de hacer los hoyos adecuados, así
que aparté unos cuantos ahorrillos y encargué la faena a un profesional. O eso
creí.
Cuando trabajo, no me gusta que nadie esté detrás de mí observándome; de
la misma manera, cuando alguien trabaja, tampoco me gusta observarlo. El
resultado fue que el profesional, en vez de hoyos cavó maceteros; lo justito
para que la planta se mantuviera en pie, siempre que no soplara el viento. Mi
vecino me lo chivó algún tiempo después y, desde entonces, los maceteros los
hice yo; sólo diré que me fue más fácil esculpirlos con un cincel y un martillo,
que intentar profundizar con mi espiocha. Llegué a tener en el terreno hasta 35
árboles frutales entre naranjos, higueras, cerezos, albaricoques, caquis,
granados y otros. La mayoría siguió el mismo proceso: agarró sin problemas,
creció robusto, produjo un excelente fruto y, a los tres o cuatro años, empezó
a chuchurrirse y acabó secándose. Al final sólo me quedaron unos almendros, un
naranjo y un mandarino (que recuerde). Lo que más me dolió fue la higuera de
calabacilla. Procedía de una higuera de mi tía Flora; mi hermana me la plantó
en una maceta y la guardó hasta que fui en verano a recogerla. Creció de forma
vertiginosa y el primer año le cuajaron dos higos; como Quiosquera me conoce y
sabe que los higos de calabacilla son mi debilidad (no hay nada comparable a su
sabor ni al tacto aterciopelado de su carne), dejó que me comiera los dos.
Tiempo habría para resarcirse. ¡Pues no!, la higuera siguió creciendo de forma
desaforada pero nunca más cuajó un higo. Hasta planté un cabrahigo para ayudar
a su polinización y, justo aquel año, cambié la casa de la montaña por un
apartamento en la playa. ¡Adiós a los higos!
Lo que sí me funcionó fue el
huerto. El bancal que le asigné tenía una tierra tan mala como los demás, pero
le puse el goteo y, gastando más en agua de lo que me hubieran costado en la
plaza, crie tomates, berenjenas, pimientos, judías cebollas, papas… y
calabacines. A pesar de casi ahogarlos en agua, los frutos eran muy buenos de
sabor, pero chiquititos. Menos los calabacines. Muchas veces cuando el domingo
volvía a casa, me dejaba dos o tres calabacines de cinco o seis centímetros, y
al sábado siguiente los encontraba de medio metro o casi una vara de largos, y
como el brazo de Esteve Reves de gordos. Y, aun así, estaban tiernos.
Mi vecino Emilio era de
Extremadura y más del campo que San Isidro. Como yo… sólo que él sí había
trabajado la tierra y sabía de agricultura. Los dos primeros años de vecindad
apenas nos vimos: Emilio había dado con una veta de tierra fértil en un
barranquillo cercano y se pasó estos dos años sacándola del barranco y
esparciéndola por su terreno. Había hecho dos bancales de casi un celemín cada
uno, y le metió medido metro de limo. Y allá dónde había de plantar un árbol,
hizo un hoyo de metro y medio de profundad por otro tanto de diámetro. Daba
gusto ver cómo crecían sus árboles y sus verduras, y la cantidad de frutos que
cogía. Yo creo que repartía hortalizas a todos sus vecinos: era imposible que
la familia, ellos solos, pudiera acabar con toda la cosecha.
A veces lo vigilaba mientras
estaba empleado en sus faenas agrícolas. Sólo por aprender, pero me fue
imposible imitar siquiera el género que él producía. En una ocasión observé
que, junto a un pino, le crecía un matojo, que se reganchaba tronco
arriba. No conocía la planta y le pregunté:
-
Emilio, ¿qué demonios es eso?
-
Son esponjas.
Me quedé pensativo. Yo conocía
las esponjas marinas y las de plástico, usadas en la higiene corporal, y las
esponjillas que venían en las camisas Suybalén, que utilizábamos para quitar la
mugre de los cuellos y puños el sábado por la noche y dejar la prenda dispuesta
para el domingo. Bueno…luego estaban los estropajos, pero eso ya era historia.
Hasta que la mata de Emilio
empezó a echar fruto y vi que tenía una forma y tamaño similar a mis
calabacines.
-
¡Coño, eso no son esponjas, son estropajos!
· Estropajo de aluminio:
también lo llamaban nanas. Mi madre lo usaba para fregar la caldera y las
sartenes grandes, antes y después de la matanza. A veces lo usaba también si
hacía limpieza general “muy a fondo”.
· Estropajo de esparto “comprado”:
eran espartos muy majados. Venían en manojos y parecía como si los espartos
hubieran pasado por una extrusionadora. Ideal para fregar ollas y cubiertos y,
en general, cualquier cosa susceptible de ser restregada (incluso la mesa
matancera); también para la limpieza del cuerpo. Tampoco se usaba mucho en mi
casa; demasiado fino.
· Estropajo de esparto
autóctono o casero: no sé si se hacía exprofeso o se aprovechaba cualquier
trozo de soga gorda o pleita espeluchada. Era la máquina de limpieza
habitual en casa de los agricultores, tanto si se trataba de limpiar utensilios
caseros como si trataba de higiene personal. Habitual en mi casa.
· Estropajo vegetal: no lo criábamos nosotros, pero en el Cortijo Bajo, en las tierras de mi tío Manuel “el
granaíno”, se daba con profusión. Cuando mi abuela o mis tíos más jóvenes iban
al cortijo, traían una remesa para abastecer a la familia. Se cuidaban con mimo
y sólo se usaban para restregarnos el jabón con “suavidad”.
Posiblemente, en mi casa el que más se lavaba
era yo; no porque fuera el más curioso, antes al contrario, pasaba por ser el
más marrano de la familia, lo cual me obligaba, u obligaba a mi madre, a darme
un bardeo a fondo cada día antes de meterme en la cama. Recuerdo que, al
ver el barreño esperándome cuando llegaba a mi casa empercudío, después
de pasar la tarde jugando en el rebalaje, se me ponía los pelos de punta.
-
Vienes hecho un “ceomo”. Venga que te voy a
dar un fregao -me decía mi madre-.
Lo habitual es que me metiera en
el barreño y me escaldara de arriba a abajo. Lo peor era cuando le tocaba a las
piernas; me hacía sentar en una silla baja, me frotaba con jabón de sosa, que
hacía ella misma, y acababa restregándome con un estropajo. Casero, por
supuesto.
-
¡Mamá, me escuecen las piernas! -me
lamentaba.
-
Eso es que las tienes cortadas del frío
-contestaba ella, aunque fuese verano.
¡Cortadas! ¡Desolladas vivas y con el pellejo levantado de restregarme el estropajo con los rabillos de los espartos tiesos!
Soy de ciencias, lo cual no obsta para que sea un amante de la literatura, en particular del verso clásico, esto es, del que tiene medida, ritmo y rima. Nada tengo contra el verso libre, sólo que, cuando lo leo, me da la sensación de que el autor le ha dado al “retorno de carro” antes de llegar al final del renglón.
Mi primer contacto con el verso fue a través de mi abuela Adela. Después de
que el virus de la polio me dejara las piernas colganderas, cada vez que mi
madre se iba a lavar la ropa a la noria, a la fuente o al barranco de
Betétar, me dejaba en casa de la abuela, la cual extendía un saco o una
manta en el suelo y allí me colocaba. He dicho en alguna ocasión que, a
aquella edad, era un niño triste que apenas se entretenía con nada, y para
hacerme la estancia más agradable, mi abuela se sentaba a mi lado y,
mientras pelaba las patatas o doblaba la ropa, no paraba de contarme
chascarrillos y recitarme versos. Eran versos sencillos que ella había
aprendido en los Corros durante su juventud. Con el tiempo los he ido
olvidando, pero me han quedado algunas imágenes; recuerdo un verso que
hablaba de un lagarto saliendo de misa con sus amigos y cómo me imaginaba
que un coche los esperaba a la puerta. Una de las últimas veces que estuve
con mi tía Flora se lo comenté y ella sí se acordaba del verso:
Yo vi una rana en cueros,
a un cigarrón sin camisa
y un lagarto muerto risa
al ver a sus compañeros
cuando salían de misa.
Con esta ametralladora,
dice el sabio Sisebuto,
mil disparos al minuto
y sesenta mil por hora.
+++
La poesía que siempre he tenido presente me la enseñó el tito Manolo y me llevó (creo que en el Biscúter) a la emisora Parroquial de La Rábita para recitarla en directo:
Yendo un muchacho a la escuela,
con el almuerzo en la mano,
cierto perro conocido
le iba siguiendo los pasos.
Hacíale, zalamero,
muchas fiestas con el rabo,
poniéndose delante
y dando continuos saltos.
"Bien se yo lo que tú quieres,
dijo risueño el muchacho,
¡picarón!”; y al decir esto,
le echó un mendrugo tamaño.
Doblaba el perro las fiestas,
y multiplicaba los saltos,
según veía que el niño
mendrugos le iba arrojando.
Mas cuando vio que el almuerzo
del todo hubo acabado,
¡rabo entre piernas!,
y se alejó más que de paso.
El niño mira visiones,
pues se quedó
sin almuerzo y sin amigo
Hace un tiempo busqué estos versos en Internet porque no me gustaba el final y comprobé que entre mi versión y la publicada había algunas diferencias, si bien no mejoraban la estrofa. Y tal como la recuerdo, la escribo.
Siendo maestro de la escuela mi primo Paquito (D. Verdades), hizo que cada
niño se aprendiese una poesía para recitarla en clase y, como yo era el más
pequeño entre los que sabían leer, me asignó un bodrio tal que:
Yo vi sobre un tomillo
quejarse un pajarillo,
viendo su nido amado
de un labrador robado
Las huestes de D. Rodrigo
desmayaban y huían,
cuando en la octava batalla
sus enemigos vencían.
+++
D. Baltasar hizo la transición del antiguo al nuevo régimen, es decir,
eliminó todo vestigio de los métodos de D. Alfonso Zamora; sustituyó las
cartillas Rayas por otras más modernas, se cargó Lecciones de cosas y El
Quijote como libros de lectura e introdujo el Parvulito y la Enciclopedia
Álvarez como base de conocimientos. De cada uno de los tres grados de la
enciclopedia recuerdo algunas poesías, alguna de las cuales aún no he
llegado a entender:
¡Qué dolor! por un descuido
Micifuz y Zapirón
se comieron un capón
en un asador metido.
Después de haberse lamido,
trataron en conferencia
si obrarían con prudencia
en comerse el asador.
¿Lo comieron? - ¡No, señor!
Era caso de conciencia.
(Samaniego)
En el segundo grado había un romance (las tres cautivas) que me aprendí
de memoria con mi hermana María y que ella recitó en la emisora de La
Rábita:
A la verde, verde,
a la verde oliva
donde cautivaron
a mis tres cautivas.
+++
El Embargo es un poema de José María Gabriel y Galán que me ponía los pelos
de punta cada vez que lo leía, no sé si por la fuerza del propio poema o
porque estaba escrito en un lenguaje muy próximo al que yo hablaba (y
hablo). Tampoco sé si venía en el segundo o en tercer grado Álvarez:
Señol jues, pasi usté más alanti
y que entrin tos esos,
no le dé a usté ansia
no le dé a usté mieo...
Si venís antiayel a afligila
sos tumbo a la puerta.
¡Pero ya s'ha muerto!
¡Embargal, embargal los avíos,
que aquí no hay dinero:
lo he gastao en comías pa ella
y en boticas que no le sirvieron;
y eso que me quea,
porque no me dio tiempo a vendello.
+++
¡Pero a vel,señol jues:
cuidaíto si alguno de ésos
es osao de tocali a esa cama
ondi ella s'ha muerto:
la camita ondi yo la he querío
cuando dambos estábamos güenos;
la camita ondi yo la he cuidiau,
la camita ondi estuvo su cuerpo
cuatro mesis vivo
y una nochi muerto!
¡Señol jues: que nenguno sea osao
de tocali a esa cama ni un pelo,
porque aquí lo jinco
delanti usté mesmo!
(Gabriel y Galán)
- ¡Antonio, Antonio, mira lo que he encontrado!-me dijo un tanto excitado-
No se me acudía a mí qué podría haber de extraordinario en un poema; cogí
el libro y empecé a leer:
Hermana Marica,
mañana, que es fiesta,
no irás tú a la amiga,
ni yo iré a la escuela.
Pondráste el corpiño
y la saya buena
cabezón labrado,
toca y albanega;
y a mí me pondrán
sayo de palmilla,
media de estameña,
y si hace bueno
trairé la montera
que me dio, la Pascua,
mi señora abuela,
y el estadal rojo
con lo que le cuelga,
que trajo el vecino
cuando fue a la feria.
Iremos a misa,
veremos la iglesia,
darános un cuarto
mi tía la ollera;
compraremos de él
(que nadie lo sepa)
chochos y garbanzos
para la merienda.
- ¡Joooh! -exclamé-. ¡Chochos, dice chochos!
El Sevillano se enorgulleció de su gran descubrimiento, tuvo una subida de
autoestima y se le disparó el valor.
- ¡Voy a leerlo! -levantó la voz-. Don Baltasar, ¿puedo leer?
Don Baltasar, que llevaba media mañana intentando que los del banquillo
aprendieran a reconocer las vocales, y oyendo las lecturas balbuceantes de
los que leían para mejorar en rapidez y comprensión, respiró aliviado porque
pudiera oír a alguien que sabía.
- Sí, claro-respondió-.
Jaime agarró su enciclopedia abierta por la página correspondiente, se
acercó a la mesa, se paró a la izquierda del maestro, miró al tendido,
sonrió y arrancó:
- Hermana Marica…
- ¡¡¡NO!!!-gritó D. Baltasar-.
¡Esa no!
- ¿Por qué no?
- Porque no. Lee otra cosa.
-Es que yo quería probar a leer un verso. ¿Por qué no puedo leer éste?
- Bueno… -D. Baltasar adoptó un tono pedagógico-, es una tontería. Es que en este verso se menciona una palabra que puede
parecer malsonante... Dice chochos.
35 cabezas se levantaron al unísono con las orejas tiesas y los ojos como
platos.
- Los chochos son altramuces -siguió explicando el maestro-.
- ¿Qué son altramuces, D. Baltasar?
- Un altramuz es una legumbre que se come seca. Como los garbanzos
tostados, pero sin tostar.
El objetivo estaba cumplido. El Sevillano cerró su libro y, dibujando una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja, volvió pavoneándose y se sentó en su pupitre.
Tuvieron que pasar varios años para que, ya estudiando bachiller, volviera a encontrarme con aquella poesía. Busqué su autor: Luis de Góngora y Argote. ¡Coño (y nunca mejor dicho) con el cura!
Me operé de hemorroides en 1980. Cuando desperté al día siguiente, después de una noche drogado con Nolotil, una de las primeras noticias que oí fue la del accidente en el que perdió la vida Félix Rodríguez de la Fuente. Había pasado 8 ó 9 años sufriendo de los bajos traseros y la operación me devolvió el gusto por las pequeñas cosas de la vida. La felicidad (por esa parte) ha durado 38 años; hasta que un trastorno intestinal me produjo un superestreñimiento supercrónico que ha provocado que las muertas resucitaran. Volvemos a las andadas.
Cuento esto porque a mi edad cada
suceso actual hace que rememore anécdotas pasadas. En esta ocasión he ido a
parar a 1969, concretamente al mes de julio. Estábamos ensayando una obra de
teatro de Fernando Vizcaíno Casas, El Fiscal, cuando tuve el primer ataque
serio, a traición y por la espalda. Recuerdo recitar mi papel tumbado en el
escenario, que era la postura que menor sufrimiento me ocasionaba. Por la
noche, me iba a dormir a la cámara.
DIGRESIÓN. Mi casa era de
planta baja, pero en el primer piso mi padre hizo construir dos habitaciones:
una, alargada y de buen tamaño, donde estaban colgadas las morcillas,
longanizas y otros productos propios de la matanza (la Cámara propiamente
dicha), y otra, más pequeña, que servía de antesala a la cámara y que tenía una
puerta que daba al terrado de launa que cubría el resto de la casa (aquí
secábamos el maíz y estaba prohibido andar por él para evitar que la tierra
cayese sobre las camas de abajo), y una ventana por la que se colaba el poco
fresco que pudiera hacer una madrugada de verano mediterráneo. Con las ventanas
de la cámara abiertas se producía una ligera corriente de aire que permitía
hacer soportables las noches.
En la habitación pequeña estiraba
una manta y allí me acostaba, entre puertas, en pelota picada esperando que el
airecillo me refrescara la parte dolorida. La noche de julio a la que me
refiero fue especialmente dolorosa y me costó dormirme; quizá por eso oí idas y
venidas por el terrado. En otras circunstancias hubiera abierto la puerta para
ver qué pasaba y advertir a los transitaban por encima de la launa que lo mejor
era que se fuesen a pasear por la playa. No me moví. Cuando parecía que las
carreras habían acabado, oí a mi padre subir las escaleras; me di media vuelta
procurando ocultar las vergüenzas y me puse cara a la pared: justo la pared
donde estaba el interruptor de la luz. Mi padre no imaginó que yo estaba allí
atravesado y, cuando fue a encender la luz, me arreó un puntapié en mitad de la
raspa tal que oí chirriar los discos que separan las vértebras. Encendió la luz
y abrió la puerta que daba al terrado; alguien se acercó y susurró algo. Cuando
me divisó cara a la pared y con el culo al aire, dejó ir una risilla socarrona.
Yo me hice el dormido, pero aquella risa me era muy conocida.
A la mañana siguiente intenté enterarme de qué había sucedido la noche anterior. Mi informante era el Paquito de Amalia, o el Paquito del Pozo, que era otro de los nombres por el que se le conocía. Paquito era de aquellos que no está nunca, pero se entera de todo. Al parecer, una francesa (en aquellas épocas, en mi pueblo, todo aquel que no hablaba español era francés), que había alquilado una habitación en el bar de Caneco, fue a refrescarse a la playa y se enrolló con el Calorina; seguramente se citaron. Calorina (Juan) acudió a la cita. No me quedó claro si entró por la puerta de Caneco y subió a la habitación, o escaló el Callejón de Celedonia, atravesó mi terrado de launa, la terracilla de Frasquito el Barbero y se coló en la habitación de la francesa por la ventana. Lo que sí es seguro es que el camino descrito lo siguieron otros. El Callejón de Celedonia, que por su parte norte recibía el nombre de Callejón de la Pistola, tenía (y tiene) una anchura de poco más de una vara, permitía que un tío bien musculado o suficientemente ágil subiera apoyando un pie en cada una de las paredes que lo limitaban; era más difícil bajar, ya que un pequeño resbalón mandaba al escalador directamente al suelo. La cuestión es que o había más de una francesa o, al olor de las sardinas (bacalao), otros mozos esperaban turno en el terrao, por si la francesa no tenía bastante con el Calorina. De ahí que en el terrado de mi casa hubiese más circulación que en la Gran Vía.
No he sabido si Pepe el Caneco
oyó ruido en la habitación de su huésped o si se golió lo que se cocía; fuese
por un motivo u otro, Pepe interrumpió la faena y echó al Calorina a la calle;
esta vez por las escaleras y con la ropa en la mano. El o los que transitaban
por el terrao no tuvieron opción de bajar por el conducto oficial. Uno
de ellos vio venir a mi padre y le siseó para que le abriese la puerta de la
cámara, que es lo que yo viví en directo.
El título, que ha quedado como
dicho popular, sucedió en la mañana, cuando la francesa le pidió la cuenta a
Pepe el Caneco:
- Son 50 pesetas
- ¡Oh, ayer me dijo 35!
- Son 35 pesetas la habitación y
15 más por dormir con un español -sentenció Pepe-.
- ¡¡¡Seulement cinq minutes!!!
Tampoco llegué a saber si los “sólo
cinco minutos” fueron por culpa de la interrupción del posadero, de un
disparo precipitado de Calorina o que la francesa hacía el amor por primera vez
en el sur y el tiempo se le pasó volando.
Algunos expertos aseguran que el
SARS-CoV-2 ha venido para quedarse; por lo menos hasta que los científicos
encuentren una vacuna de efectos duraderos o hasta que un alto porcentaje de
habitantes del planeta desarrolle inmunidad de rebaño. La vacuna no sabemos cuánto
tardará, y para que se alcance la inmunidad de rebaño se necesita que un mínimo
del 60% de la población mundial (los borregos) superen la infección y produzcan
los anticuerpos pertinentes. Dicen que ahora (20 de agosto) llevamos 22,5
millones de infectados y, quinientos millones arriba, quinientos millones
abajo, necesitamos que se infecten cuatro mil millones y medio. Para largo lo
llevamos. Y todavía sin saber las secuelas que nos va a dejar el bichito.
De momento parece comprobado que
el único remedio que funciona es la confinamicina, con el defecto de que
sólo inmuniza hasta la puerta de tu casa y, además, crea adicción. No se han
descrito los efectos secundarios de la medicina; puedo adelantar algunos. No
soy deportista, pero tampoco practico el sillón ball; quiero decir que, entre
unas cosas y otras, tengo más kilómetros que el Ford de pedales de Hilario. Hasta
ahora. Después de 2 meses y medio de medicación intensiva, y otros tantos de medicación
de mantenimiento, se me han oxidado las bielas. Básicamente, la pierna derecha
se me ha torcido. Bueno, no es verdad, intentaba hacer un chiste malo. Anda por
ahí un chascarrillo, según el cual uno llega a la vejez cuando en vez de decir
la pierna derecha y la izquierda, acaba diciendo la buena y la mala. Si me lo
aplico, resulta que yo alcancé la vejez con poco más de dos años; entonces se
empezó en mi casa a hablar de la pierna buena y de la pierna mala, por más que
la buena fallaba más que una escopeta de caña.
Pues bien, la pierna buena ha
sucumbido como daño colateral de la confinamicina: con una caminata
de 500 m o media hora se pie en cualquier sitio empieza a dolerme la rodilla,
el cuádriceps se me engarrota y la cintura y la zona donde la espalda
pierde su honesto nombre avisa tormenta; vamos, que para subirme al coche he de balancear la pierna y lanzarla a lo que salga a ver si tengo suerte y cae dentro. Lo peor es que la recuperación dura
dos o tres días y no me funciona ni el sofá ni el catre. Quizá note un poco de
alivio con un masajillo de Tío del Bigote; no es que me calme el dolor, es que
el pestucio espanta moscas, mosquitos y moscones y, al menos, me dejan leer a
gusto.
1.- Quedé con Juan de Dios que
llevaría a mi Pequeño Saltamontes (cada día menos pequeño y ya con una
melenilla apreciable) a la Punta de la Mona cuando pase la pandemia y el tiempo
sea favorable.
2.- A mi nuera le he enseñado
parte de la Alpujarra, pero no hemos pateado Capileira y eso requiere rodillas
firmes (aunque duelan).
3.- No renuncio a explicarles a
mis tres nietos los recovecos de la Alhambra.
Y, ¡coño!, no es una promesa, pero no me da la gana ver el mundo por televisión; apenas conozco África, y tampoco le haría ascos a ir a visitar a los canguros (por ejemplo). Así que ya nos inventaremos algo o encontraremos algún artilugio que nos ayude. Apretar los dientes y seguir adelante ya sabemos.
Hace 81 años que terminó la
Guerra Civil y casi 45 que murió Franco y siguen vigentes los versos de Antonio
Machado que cantaba Joan Manuel Serrat:
Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
Lo que no he sabido nunca es distinguir
entre la España que muere y la España que bosteza. De lo que estoy seguro es
que la España que muere murió matando (si es que estuvo muerta alguna vez), y
la España que bosteza se despertó de golpe (si es que alguna vez estuvo
dormida) y se despertó matando. Y así, mientras los españolitos discutían si
son galgos o podencos, entre una y otra, se llevaron por delante a lo mejor de
la juventud de la década de los 30.
Tras la victoria de los
“nacionales”, el Caudillo de España por la Gracia de Dios impuso su ESPAÑA
UNA, GRANDE, LIBRE. A la España UNA de Franco le sucedieron las MULTIPLES,
PEQUEÑAS y CABREADAS que decía Pedro Ruiz. En total, digo yo, 18 Españas (la
nacional y las autonómicas), MÁS 2 ciudades autónomas. Muchas Españas. Demasiadas. Y cada una de ellas con sus símbolos; al
menos 2: uno legal (el que define la Constitución o los Estatutos) y otro
alegal (el que la gente saca a la calle porque molesta más, y no está
reconocido en ningún sitio). Sólo hay una España con un símbolo ilegal, que es
la roja y gualda con el escudo sobre el Águila de San Juan. Y sólo hay una
bandera legal de la que los españoles se avergüenzan y rara vez sacan a pasear:
la que define la Constitución Española. Muchos españoles acusan a la extrema
derecha (ahora se llama ultraderecha, que es más culto) de haberse apropiado
del símbolo más conocido y que mejor identifica al país. Pienso que nadie se ha
apropiado de la bandera; hemos sido los españoles quienes le dimos la espalda, la
abandonamos, y la derecha radical la ha recogido del suelo.
Me duele comprobar que, cuando
vemos una bandera de España (legal) en un balcón, pensamos que allí vive una
familia muy de derechas y… probablemente tengamos razón. Seguimos discutiendo
sobre galgos y podencos; mientras, los verdaderos perros de presa azuzan a los
suyos y acorralan a los otros.
Cuando la diputada de VOX,
Macarena Olona, apareció luciendo una mascarilla con la bandera de España
bordada en un lateral, las buenas gentes confirmaron el ultraderechismo del
partido al que pertenecen, y los “medios de comunicación” la pusieron a
caer de un burro. Algo similar ocurrió cuando D. José María Aznar se presentó
en el homenaje de estado a las víctimas de la pandemia con su mascarilla
abanderadas. “No ha ido VOX, pero ya está Aznar”, se leía en un
periódico digital que se dice progresista; o lo que es lo mismo: otro tío de
extrema derecha.
Ha sido a la vuelta de la cumbre
de Bruselas, donde el señor Presidente del Gobierno de España se presentó sin
bandera identificativa y, en muchos casos, sin mascarilla, cuando D. Pedro
Sánchez ha aparecido en el Congreso de los Diputados con el artilugio
preventivo, decorado con la susodicha bandera. Algún periodista (comunicador,
creo que se dice) se ha escandalizado. Leo en elEconomista.es:
“En España, el uso de la
bandera en la mascarilla se ha asociado desde los primeros compases de la
pandemia a la derecha política del país y sus simpatizantes”.
Vamos, desde el inicio de la
pandemia y desde que yo tengo uso de razón. Da la sensación de que la
rojigualda la inventaron los fascistas que provocaron el Big Bang. No sucede así
con otras banderas, que lucen con orgullo los presidentes los respectivos países;
léase Emmanuel Macron, Giuseppe Conte, Justin Trudeau o Antonio Costa. Quizá
nuestro presidente ha tomado nota y sigue su ejemplo. Lo cierto es que el Señor
Sánchez ya ha salido varias veces con la mascarilla de la bandera y los
comentarios jocosos han disminuido ostensiblemente. Tal vez, sólo tal vez, esté
ayudando a que la bandera de España vuelva a ser patrimonio de todos los españoles.
En nuestras manos está.
En todo caso, gracias por el
gesto, Señor Presidente.