lunes, enero 03, 2011

Dieta blanda

Hace más de 20 años se me rebeló una muela del juicio; llevaba tiempo intentando salir y, cuando ya casi lo había conseguido, cada vez que daba un tironcito, agarraba una infección que acababa pasandome al carrillo del mismo lado y me dejaba tal como a un músico de jazz al que le han quitado la trompeta. Mis visitas al dentista eran frecuentes y siempre me decía lo mismo:
- Si la próxima vez vuelve a salirle un flemón, se la tendré que quitar, pero es que me da pena porque la muela está creciendo sana y derecha…

Me pasé más de un año en que se alternaban dos meses de tregua y un mes a golpe de Omnamicina un millón, de tal modo que tenía el culo como una sartén de asar castañas. Lo que más me molestaba es que la consulta era a las 7 de la tarde y yo salía de trabajar a las 7:30, lo que implicaba ser el último de la fila y que me diesen un número del 15 en adelante; había días que llegaba a casa pasadas las 9 y media.
Uno de estos episodios coincidió con las fiestas navideñas, visita incluida en la semana que va de Nochebuena a Nochevieja. Recuerdo que llegué asustado al ambulatorio de la calle Manso: si en una semana normal había cerca de 20 personas esperando al dentista, después de tres días a golpe de turrón de Alicante era lógico pensar que hubiese overbuquin de dientes en mal estado; no caí en la cuenta que virus y bacterias suelen tomarse vacaciones por esas fechas y resultó que el único paciente de aquel día fui yo.

Meses después, la muela del juicio atacó de nuevo. Un día no me vi con ánimos de ir al trabajo y me quedé en casa. ¡Qué cara me vería Quiosquera cuando volvió, que insistió en que fuésemos a urgencias! ¡Y cómo habría pasado yo el día, que dije que bueno! Llegamos a la Residencia de Valle de Hebrón casi anocheciendo y, en cuanto me vio, el médico de guardia echo mano al teléfono.
- Necesito una cama en la planta siete.
- Oiga, doctor –le dije-. Hoy ya no me van a hacer nada; me voy a casa y mañana vuelvo.
- Usted no puede salir de aquí bajo mi responsabilidad.
- Es que no traigo pijama ni cepillo de dientes ni nada –ni traía pijama ni lo he usado nunca pero cualquier excusa era buena para no pasar la noche allí-.
- No se preocupe por el pijama. Usted se queda aquí; con la infección que lleva a cuestas le puede dar cualquier cosa y amanece tieso –lo dijo de modo más fino y convencional, aunque yo lo entendí así-.

No tuve más remedio que quedarme. Me alojaron en una habitación séxtuple en la que todavía quedaron dos camas libres. Me dieron un yogur para cenar y de postre me enchufaron el gota a gota. El problema que tenía para comer es que no podía abrir la boca y, por tanto, no me cabía una cuchara. Me aplicaron dieta blanda. Eso significa que sólo me daban sopas, purés y alguna que otra porquería que se pudiese sorber. Las sopas no son mi plato favorito pero, haciendo un esfuerzo, soy capaz de soportarlas. Los purés…, los purés me revuelven el estómago y cada comida se convertía en un pequeño suplicio. El jueves ocuparon la cama que había a mi lado; se trataba de un señor de mediana edad al que le tenían que abrir la encía y necesitaba preparación especial porque era hemofílico. Y el jueves, en todo lugar que se precie, toca paella. Vi cómo se la servían a mis compañeros de habitación mientras los jugos gástricos amenazaban con perforarme el estómago; para contenerlos desvié la mirada hacia la bandeja de la dieta blanda e intenté centrar la atención en el puré, a la vez que me autoconvencía de que esta vez iba a ser capaz de alimentarme sin sufrimiento. De pronto, el corazón me dio un vuelco: acababan de asignarle la bandeja al hemofílico al tiempo que en mi mesilla depositaban la paella. Estaba claro que era un error y, que Dios me perdone por ello, no salí voluntario a deshacerlo. Agarré el tenedor, atrasé el maxilar inferior todo lo que pude y acerqué los granos de arroz al estrecho resquicio que quedaba entre los dientes. Aspiré con precaución primero y con avidez después. No me atraganté. Cuando la auxiliar de clínica entró, me pilló repelando un huesecillo que iba acompañado con un poco de carne de pollo. El hemofílico estaba esperando:
- Señorita, me han puesto dieta blanda…
La señorita miró su plato. Luego, el mío.
-Si le han puesto dieta blanda es que debe tomar dieta blanda. Yo cumplo órdenes del médico.

Aquella tarde dormí como hacía días que no dormía: espatarrado como una rana y con una sonrisilla en la boca. Vamos, como una pitón que acaba de tragarse un cordero y necesita de todas sus fuerzas para digerirlo. Y sin importarme un pimiento que a la noche me esperase la dieta blanda.

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