jueves, julio 29, 2010

León: La Bicha y otros monumentos

Doña Marcelina tomó calle arriba y desapareció por el primer recodo de las viejas calles de León. Ante nosotros se abría una plazoleta y, a mano izquierda, resaltaba el rótulo de La Bicha. En la puerta, Quiosquera dudó; no había carta de tapas ni pista alguna de lo que nos aguardaba en el interior.


- No sabemos si habrá algo que tú puedas tomar –Quiosquera se estaba preocupando por mi salud y a mí se me estaba haciendo un nudo en el estómago-.
- ¡MORCILLA! Marcelina ha dicho que en La Bicha nos darán morcilla.
- No puedes comer morcilla.
- ¿CÓMO QUE NO PUEDO COMER MORCILLA? No debo comer morcilla pero aquí no hay otra cosa y por una vez tampoco va a pasar nada.
- ¡Hombre, con la grasa se te atasca el muelle…!
- ¡Joder, el muelle lo entenderá! No oyes mis tripas dando relinchos de alegría. Con la cantidad de endorfinas que voy a generar va a ser como si me tomara una pastilla de omega 3.
Yo me estaba poniendo cabezón pero al mismo tiempo pensaba que la morcilla igual era de Burgos y discutía para nada porque a mí no me gusta el arroz en tripa. Por otra parte, Marcelina no parecía de las personas a quien le pudiese gustar la morcilla de Burgos. Claro que lo mismo pensaba de Juan Manuel y resulta que es un forofo de la morcilla de arroz.
Mientras yo me perdía en mis elucubraciones, Quiosquera no acababa de tomar una decisión. Al final se decantó por lo fácil: es más llevadero internarme un par de días en un hospital que aguantarme una tarde cabreado.
Entramos. El bar no era mucho más grande que el de Superwaiter y lo único que destacaba era una gran plancha, en uno de cuyos rincones lucía majestuoso un montón de morcilla sin tripa. Como recién sacada del morcón. ¡Y ERA DE CEBOLLA!
Pedimos un par de cañas.
- ¿La tuya sin alcohol? –me preguntó Quiosquera-.
- No, no. Normal. El alcohol ayuda a digerir la grasa. ¡No querrás que se me pegue al muelle…!
El camarero ni siquiera preguntó; cogió dos paletadas de morcilla y las echó en el centro de la plancha. Les dio un par de vueltas y la puso encima de sendas rebanadas de pan. ¿Qué puedo decir? Después de dos años (seguramente tres, porque yo la morcilla la como de verano en verano), me supo a gloria bendita. Hasta noté como pasaba de largo junto al muelle sin dejar depósitos dañinos: el síndrome de abstinencia era tal que la sangre no estaba dispuesta a perder ni un ápice del producto ni dejar una célula de mi cuerpo sin su correspondiente ración.

Repetir hubiera sido como solicitar a Robespierre que me afeitase con la hoja que estaba instalada en la Place de la Concorde antes de que lo afeitasen a él. Nos sentamos en una terraza de la plaza, enfrente de La Bicha, y nos comimos un pulpo a la no sé qué leonesa. El octópodo debería de ser de río pero muerto y aliñado estaba de rechupete.


Desde que, en los años de la Transición, leí una pintada ácrata que, refiriéndose a la democracia, decía ”¡Come mierda! Cien mil millones de moscas no pueden estar equivocadas”, soy un entusiasta de los mensajes que decoran las paredes de nuestras ciudades. Mientras daba buena cuenta de mi parte de pulpo leonés, leía las pintadas en un murete de protección de una casa en obras. “León no es Castilla”, rezaba una. “Goma 2, España 0”, con un poco más de mala leche rezaba la otra.

De allí nos fuimos andando despacito para que el pulpo no se marease y enfilamos el camino de San Isidoro (que no sé que pinta el obispo sevillano en tierras leonesas). Lo que es cierto es que en el Barrio Húmedo nos mojamos pronto ya que nuestro periplo se limitó a visitar La Bicha, la Plaza de San Martín, la del Conde de Luna y la calle Azabachería. De las demás no recuerdo ni el nombre.


Llegamos a la Colegiata por la calle del Cid y fuimos directos a ver lo que las guías de León denominan la Capilla Sixtina del Románico. Había varios grupos y, para que no nos estorbásemos, nos enviaron a cada uno por una ruta diferente. A nosotros nos tocó empezar por los tapices, o séase, por el piso de arriba al que se accedía por una escalera indulgente. Quiero decir que el que la culminaba sin llegar asfixiado ganaba indulgencia plenaria.


Ya fuese porque las rutas no estuvieran bien planificadas o porque cada guía siguió el camino que le dio la gana, todos confluimos en el primitivo recinto románico, cuyo techo y columnas están profusamente decorados con pinturas alusivas a pasajes del Nuevo Testamento más un calendario laboral y que, ¡coño!, en todo caso forman la “Capillita” Sixtina del Románico (que conste que sólo me refiero al tamaño). Como quiera que nuestra cicerone andaba escasa de voz, bien por mor de sus cuerdas vocales, bien por mor de su exquisita educación, y el guía italiano parecía llevar incorporado un altavoz en la laringe, nos mandaron al claustro para dar tiempo a que se despejara el recinto. El recinto de despejó y se volvió a llenar en el intervalo pero, en ausencia de los italianos, pudimos seguir sin dificultad las explicaciones que nos fueron dando. El recinto es, en realidad, el panteón de los monarcas del Reino de León que descansaban en sus ataúdes de piedra hasta que las huestes de Napoleón saquearon San Isidoro y no dejaron hueso sobre hueso.


Finalizamos el día en San Marcos. Tratándose de una hospedería de tiempos de los Reyes Católicos, debe de ser de estilo plateresco o isabelino, lo que quiere decir que cada centímetro cuadrado de los 100 m. lineales de fachada está delicadamente decorado. Yo empezaba a notar el cansancio (seamos claros, estaba totalmente derrotado) y pensé que ya vería las fotos para apreciar el detalle. Paseamos a lo largo de la fachada y fuimos a parar al río Bernesga. Desde el puente que lo cruza se ve bonito: a un lado hay una zona ajardinada y el margen contrario ha sido transformado en una zona deportiva al aire libre. Tiene el mismo defecto que indiqué al hablar del río de El Burgo de Osma, sólo que los ingenieros leoneses, no sé si para prever las crecidas o para crear un canal de entrenamiento de remeros, han ideado unos pequeños diques que protegerán los jardines de las avenidas de agua, siempre que no vengan con mala leche.


Cuando regresábamos, Quiosquera se sentó a recuperar el aliento junto a la estatua del peregrino que descansa frente a la puerta del Parador Nacional. Era media tarde y el camino del día siguiente se presentaba largo, así que tomamos el camino del hotel. Hace seis o siete años, servidor hubiese seguido pateando la ciudad un par de horas más.

3 comentarios:

A las 29/7/10 21:19 , Blogger BANDOLERA ha dicho...

¡Ay, quiosquero, que mañana no te dejarán comer morcillas!! ¡Que ya lo veo venir!! Como siempre, he disfrutado con el relato y, si te sirve de consuelo, yo creo que si hacemos una carrera me ganas... Besotes, hasta mañana.

 
A las 29/7/10 21:20 , Blogger BANDOLERA ha dicho...

PD-No te lo había dicho: la leche, tu camiseta.

 
A las 30/7/10 12:22 , Blogger Juan Manuel ha dicho...

Bueno, ya veo que por fin pudísteis acceder a esa joya leonesa de San Isidoro, después de comeros una apetitosa morcilla leonesa, como no podía ser menos, claro. Pues eso; me ha parecido estupenda tu crónica. No me has dicho nada a mi anterior post, pero tengo la intuición de que vuestra siguiente parada será Astorga,... para ver, al ladito de su maravillosa catedral, una fantástica obra de Gaudí... Quedo a la espera de saber si acierto o la cag...

 

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