Santiago I (de Compostela, por supuesto)
Desde pequeñitos, las personas vamos desarrollando nuestras filias y nuestras fobias, muchas veces sin necesidad de un razonamiento previo. Alguien nos cae bien o mal porque sí.
Cuando en la escuela, los sábados por la tarde, don Baltasar nos leía el Evangelio y, más tarde, cuando lo estudié, mi apóstol favorito fue Juan. Quizás por ser el jovencito del grupo; quizá por ser el “discípulo amado”. Pedro, sin embargo, no acababa de caerme bien; lo veía demasiado zote, tirando a zopenco. Menos mal que luego, según parece, espabiló. Santiago es un apóstol que pasa bastante desapercibido en los Evangelios, a pesar de estar en todos los actos importantes de Jesús y ser uno de los tres (junto a Pedro y Juan) más cercanos al Maestro. Incluso en los Hechos de los Apóstoles sólo aparece como mártir a manos de Herodes Agripa que lo mandó decapitar en Jerusalén. Todo lo demás que se conoce de Santiago nos llega por la vía de la tradición y la leyenda. Así, lo encontramos predicando en Hispania (a la que habría llegado tras atravesar las columnas de Hércules en una barca de piedra), concretamente en Galicia. Parece que no le fue muy bien y apenas pudo convertir a siete: los llamados Varones Apostólicos. Uno de estos varones, Indalecio, estuvo de prédicas por Almería; de ahí que la estilizada figura rupestre que apareció el la Cueva de los Letreros en Vélez Blanco, acabase recibiendo posteriormente el nombre de Indalo. Un ejemplo más de cómo el cristianismo ha ido aprovechando las manifestaciones paganas de los pueblos convertidos con sólo redecorar un poco lo que la tradición transmitía.
Mi encuentro con Santiago Matamoros se produjo en tercero de bachiller. La Formación del Espíritu Nacional de aquel curso se denominaba Cartas a mi hijo y lo constituían retazos de la historia de España que ensalzaban las virtudes de nuestros ancestros. Allí se relataba la batalla de Clavijo. Ramiro I de Asturias, harto de pagar el tributo de las Cien Doncellas, soñó que Santiago lo animaba a rebelarse contra el Islam y le aseguraba que estaría a su lado en la batalla. Es curiosa la coincidencia de que no se hubieran tenido noticias del apóstol hasta 30 años antes cuando Teodomiro, obispo de Iria Flavia, identificó unos restos humanos, encontrados por un tal Pelayo, como los huesos del apóstol Santiago.
En la batalla de Clavijo, Santiago apareció montando el caballito blanco de Santiago, espada en ristre y gritando “¡Sus y a ellos! ¡Santiago y cierra España!”. Al leer esta frase creo que empecé a perder la inocencia de mi infancia, dado que, hasta entonces, yo hubiera jurado sobre los Evangelios que quien la pronunció había sido El Capitán Trueno.
Ni que decir tiene que se logró una apabullante victoria sobre los infieles y que muchos historiadores dudan que tal batalla hubiese tenido nunca lugar.
En las mismas Cartas a mi hijo (y aquí me la juego porque podría haber sido en el curso anterior) se relataba la batalla de las Navas de Tolosa; aquel único hito histórico, toma de Granada y descubrimiento de América al margen, cuya fecha conocemos todos los estudiantes: año del Señor de 1212. En las Navas, Miramamolín había encadenado esclavos negros, armados con una lanza, y los había situado cerrando el acceso a las posiciones musulmanas; contra ellos se estrellaban una y otra vez las embestidas de los cristianos. Cuando parecía que la batalla estaba perdida, apareció un pastorcillo (Santiago disfrazado, por supuesto) y mostró un paso entre las montañas a las tropas de Alfonso VIII de Castilla que les permitió caer sobre la retaguardia de los almohades. Al mismo tiempo, Sancho VII de Navarra rompía la línea de cadenas y, entre unos y otros, deshicieron a las fuerzas islámicas mientras Miramamolín ponía pies en polvorosa y se refugiaba en Jaén.
La tercera aparición de Santiago junto a combatientes españoles no tiene nada que ver con los moros. Según relata Laszlo Passuth en “El Dios de la lluvia llora sobre México”, esta intervención tuvo lugar en la batalla de Otumba. Hernán Cortés y los pocos españoles que habían sobrevivido a la Noche Triste, sin artillería ni armas de fuego, tuvieron que vérselas contra los aztecas oponiendo sus ballestas a los arcos utilizados por los indios. Cuando todo estaba perdido, entre las filas de los españoles apareció un jinete rubio sobre un caballo blanco (Santiago) que hizo que un pequeño grupo de 5 caballeros, al grito de ¡Santiago!, lanzara la primera carga de caballería contra los aztecas con el objetivo de alcanzar a su caudillo, objetivo que logró el propio Cortés derribando al jefe indio, que fue rematado por otro de los caballeros que lo seguían. Con el estandarte azteca en manos españolas, los indios huyeron en estampida.
Durante años, estas apariciones de Santiago ayudando a los ejércitos españoles me crearon la duda de si se producían porque éramos los buenos o porque habíamos sobornado al santo haciéndolo patrón de España. A finales de 2001 obtuve la respuesta en Buenos Aires. Camino de la Plaza de Dorrego, nos paramos ante el mausoleo del General Belgrano, situado en el atrio de la Basílica de Nuestra Señora del Rosario. Ya que estábamos allí, entramos en la iglesia. No recuerdo bien si se trataba de una estatua, una pintura o un retablo pero, en la penumbra de la nave, vislumbramos una figura a caballo, lanza en ristre. Me extrañó encontrar en Argentina a Santiago Matamoros y me acerqué para contemplarlo mejor. En efecto, la obra representaba a Santiago pero las figuras que alanceaba no eran moros, eran conquistadores españoles. Mi duda quedó resuelta: quizá Santiago no siempre estaba con los buenos pero sí con quienes defendían su tierra, batalla de Otumba al margen.
De todos modos la versión más extendida de Santiago es la de Peregrino. Aunque, quizá, él nunca hiciera el Camino de Santiago y aunque, quizá, los restos humanos de la cripta de la Catedral de Santiago no sean los de Santiago. Es curioso que Santiago sea, sin contar al Iscariote, el único apóstol que no es santo. O, tal vez, el más santo de los apóstoles ya que el apócope “san” va incluido en el nombre. Sé que su verdadero nombre era Jacobo y que en algún idioma se decía Iago (de ahí que Sant Iago diera Santiago) pero no conozco ni la historia ni la procedencia de esta denominación.
Cuando cumplí 19 años, mi pueblo era un islote vacío de celebraciones entre un montón de pueblos que tenían una fiesta dedicada a su Santo Patrón o Patrona. Junto a un grupo de amigos decidimos crear nuestra propia fiesta y, si bien ya teníamos patrón (San Isidro), su celebración no coincidía con las vacaciones estudiantiles. Nos inclinamos por Santiago por una razón: ningún pueblo en 50 km a la redonda celebraba esta fiesta. El problema fue conseguir la imagen que habríamos de sacar en procesión; la figura de Santiago que vimos era la de un peregrino del Camino de Santiago: sombrero con el frontal levantado, bastón, calabaza y concha. Ese era el patrón de Compostela y nosotros no queríamos rivalizar con la capital gallega. Optamos por una figura más sencilla, de un santo anónimo, a la que le añadimos una espada para darle un poco de seriedad. Esa fue la imagen que ejerció el patronazgo durante 25 años. Hasta que se construyó la iglesia y el párroco que nos asignaron dijo que aquél no era Santiago sino su hermano Juan. Se compró una nueva imagen y, esta vez, nos endosaron al peregrino. A mí, en particular, no me gusta. Me da la sensación que tenemos por patrón a un peregrino cualquiera que se dirige a Compostela para presentar sus respetos a Santiago apóstol. Santiago no peregrinó a Compostela; en todo caso, fue allí a predicar una nueva religión y ganar almas para el cielo.
Santiago de Compostela es una ciudad que siempre me cayó bien. Junto a Salamanca y Granada (y supongo que Alcalá de Henares en sus tiempos), encabeza las ciudades con marcado acento universitario; quiero decir, que son ciudades donde los estudiantes se hacen notar. El resto de universidades de solera se ubican en grandes ciudades y el ambiente universitario se diluye. Y por si fuera poco, inicié mi vida universitaria siendo residente del Colegio Mayor de San Bartolomé y Santiago de Granada, uno de los colegios mayores más antiguos que todavía está en funcionamiento. Es clara, pues, mi tendencia favorable a la ciudad que íbamos a visitar.
El día amaneció lluvioso. Teníamos previsto tomar un taxi desde el hotel (estábamos alojados a unos 3 km del centro en la carretera que lleva a La Estrada) y no complicarnos la vida buscando dónde dejar el coche. Con la lluvia cambiamos de opinión; vimos que había aparcamiento público en la Praza de Galicia, conectamos la Mari Pili y nos lanzamos a la ventura. Llovía fuerte y se veía poco y mal. Quiosquera iba pendiente de las instrucciones del GPS mientras yo no perdía de vista los pilotos traseros del coche que me precedía. Llegamos sin novedad; dimos la vuelta a la plaza y entramos al aparcamiento. Como el tópico dice que siempre llueve en Galicia, yo me había llevado el mono que uso para conducir el Ferrari los días de lluvia: pantalón y chaqueta impermeables. Me los encasqueté, Quiosquera echó mano de su paraguas y nos hicimos a la calle. En la esquina de la Rúa Fonte de San Antón nos tomamos un cortado para entrar en calor. Quiosquera es cateta de capital y de capital catalana por más señas. Pidió un cortado corto de leche y el camarero le hizo caso: no más de medio dedal de zumo de vaca. Tuvo que pedir que le pusieran el dedal entero.
Subimos por la Rúa Nova, que debió ser nova en la alta edad media pero que ahora es una bendita antigüedad, desde el Palacio de Bendaña hasta la Casa de Conga. Fuimos a dar con la Praza de Quintana que bordeamos por el lado de la Casa de la Parra, dejando a nuestra izquierda la catedral románica. Subimos la escalinata que divide la plaza en dos, sacamos las fotos oportunas y encaminamos nuestros pasos a la trasera de la catedral, al otro lado de la plaza. Un rótulo llamó mi atención.
- ¿A que no sabes qué dice ahí? –pregunté a Quiosquera-.
- ¿Cómo voy a saberlo si es la primera vez que vengo a Santiago?
- Quintana de Mortos.
- ¡Anda ya!
Nos acercamos. El rótulo se leía con claridad: Quintana de Mortos.
- ¿Cómo lo sabías?
- Porque el rótulo de la explanada que está arriba de las escaleras dice Quintana de Vivos. Si allí están los vivos, aquí tenían que estar los mortos.
(Ahora que lo pienso, lo mismo era al revés y los vivos estaban abajo y los mortos arriba; si me lee alguien que conozca la plaza que me saque de dudas, por favor).
Más o menos por la Rúa da Conga (se nota porque los turistas caminan en estricta fila india y levantando la pata ora a diestra ora a siniestra) fuimos a dar con la Praza das Praterías, que más que una plaza es un tobogán con escaleras. Aun así, es uno de los rincones más bellos de la ciudad y, según mi chuleta turística, alberga la única entrada románica a la catedral. Con la Catedral de Santiago siempre he tenido un monumental lío en cuanto a estilos arquitectónicos; de mi época de estudiante, he creído recordar que se me puso como ejemplo de iglesia románica, sin embargo, su porte global me recordaba más bien una catedral gótica y su fachada principal, la Fachada del Obradoiro, no me encajaba en ninguno de esos dos estilos. Gracias a mi chuletilla deshice mi equívoco: la Catedral de Santiago fue una iglesia románica (si tuviésemos que señalar dos monumentos de la arquitectura universal, en España escogeríamos la Catedral de Santiago, obra magna del románico, y la Mezquita de Córdoba –según Chueca Goitia) que ha pasado por el calvario de todos los estilos posteriores, siendo el barroco el que enmascaró casi totalmente el alma románica del monumento.
Continuará…
Cuando en la escuela, los sábados por la tarde, don Baltasar nos leía el Evangelio y, más tarde, cuando lo estudié, mi apóstol favorito fue Juan. Quizás por ser el jovencito del grupo; quizá por ser el “discípulo amado”. Pedro, sin embargo, no acababa de caerme bien; lo veía demasiado zote, tirando a zopenco. Menos mal que luego, según parece, espabiló. Santiago es un apóstol que pasa bastante desapercibido en los Evangelios, a pesar de estar en todos los actos importantes de Jesús y ser uno de los tres (junto a Pedro y Juan) más cercanos al Maestro. Incluso en los Hechos de los Apóstoles sólo aparece como mártir a manos de Herodes Agripa que lo mandó decapitar en Jerusalén. Todo lo demás que se conoce de Santiago nos llega por la vía de la tradición y la leyenda. Así, lo encontramos predicando en Hispania (a la que habría llegado tras atravesar las columnas de Hércules en una barca de piedra), concretamente en Galicia. Parece que no le fue muy bien y apenas pudo convertir a siete: los llamados Varones Apostólicos. Uno de estos varones, Indalecio, estuvo de prédicas por Almería; de ahí que la estilizada figura rupestre que apareció el la Cueva de los Letreros en Vélez Blanco, acabase recibiendo posteriormente el nombre de Indalo. Un ejemplo más de cómo el cristianismo ha ido aprovechando las manifestaciones paganas de los pueblos convertidos con sólo redecorar un poco lo que la tradición transmitía.
Mi encuentro con Santiago Matamoros se produjo en tercero de bachiller. La Formación del Espíritu Nacional de aquel curso se denominaba Cartas a mi hijo y lo constituían retazos de la historia de España que ensalzaban las virtudes de nuestros ancestros. Allí se relataba la batalla de Clavijo. Ramiro I de Asturias, harto de pagar el tributo de las Cien Doncellas, soñó que Santiago lo animaba a rebelarse contra el Islam y le aseguraba que estaría a su lado en la batalla. Es curiosa la coincidencia de que no se hubieran tenido noticias del apóstol hasta 30 años antes cuando Teodomiro, obispo de Iria Flavia, identificó unos restos humanos, encontrados por un tal Pelayo, como los huesos del apóstol Santiago.
En la batalla de Clavijo, Santiago apareció montando el caballito blanco de Santiago, espada en ristre y gritando “¡Sus y a ellos! ¡Santiago y cierra España!”. Al leer esta frase creo que empecé a perder la inocencia de mi infancia, dado que, hasta entonces, yo hubiera jurado sobre los Evangelios que quien la pronunció había sido El Capitán Trueno.
Ni que decir tiene que se logró una apabullante victoria sobre los infieles y que muchos historiadores dudan que tal batalla hubiese tenido nunca lugar.
En las mismas Cartas a mi hijo (y aquí me la juego porque podría haber sido en el curso anterior) se relataba la batalla de las Navas de Tolosa; aquel único hito histórico, toma de Granada y descubrimiento de América al margen, cuya fecha conocemos todos los estudiantes: año del Señor de 1212. En las Navas, Miramamolín había encadenado esclavos negros, armados con una lanza, y los había situado cerrando el acceso a las posiciones musulmanas; contra ellos se estrellaban una y otra vez las embestidas de los cristianos. Cuando parecía que la batalla estaba perdida, apareció un pastorcillo (Santiago disfrazado, por supuesto) y mostró un paso entre las montañas a las tropas de Alfonso VIII de Castilla que les permitió caer sobre la retaguardia de los almohades. Al mismo tiempo, Sancho VII de Navarra rompía la línea de cadenas y, entre unos y otros, deshicieron a las fuerzas islámicas mientras Miramamolín ponía pies en polvorosa y se refugiaba en Jaén.
La tercera aparición de Santiago junto a combatientes españoles no tiene nada que ver con los moros. Según relata Laszlo Passuth en “El Dios de la lluvia llora sobre México”, esta intervención tuvo lugar en la batalla de Otumba. Hernán Cortés y los pocos españoles que habían sobrevivido a la Noche Triste, sin artillería ni armas de fuego, tuvieron que vérselas contra los aztecas oponiendo sus ballestas a los arcos utilizados por los indios. Cuando todo estaba perdido, entre las filas de los españoles apareció un jinete rubio sobre un caballo blanco (Santiago) que hizo que un pequeño grupo de 5 caballeros, al grito de ¡Santiago!, lanzara la primera carga de caballería contra los aztecas con el objetivo de alcanzar a su caudillo, objetivo que logró el propio Cortés derribando al jefe indio, que fue rematado por otro de los caballeros que lo seguían. Con el estandarte azteca en manos españolas, los indios huyeron en estampida.
Durante años, estas apariciones de Santiago ayudando a los ejércitos españoles me crearon la duda de si se producían porque éramos los buenos o porque habíamos sobornado al santo haciéndolo patrón de España. A finales de 2001 obtuve la respuesta en Buenos Aires. Camino de la Plaza de Dorrego, nos paramos ante el mausoleo del General Belgrano, situado en el atrio de la Basílica de Nuestra Señora del Rosario. Ya que estábamos allí, entramos en la iglesia. No recuerdo bien si se trataba de una estatua, una pintura o un retablo pero, en la penumbra de la nave, vislumbramos una figura a caballo, lanza en ristre. Me extrañó encontrar en Argentina a Santiago Matamoros y me acerqué para contemplarlo mejor. En efecto, la obra representaba a Santiago pero las figuras que alanceaba no eran moros, eran conquistadores españoles. Mi duda quedó resuelta: quizá Santiago no siempre estaba con los buenos pero sí con quienes defendían su tierra, batalla de Otumba al margen.
De todos modos la versión más extendida de Santiago es la de Peregrino. Aunque, quizá, él nunca hiciera el Camino de Santiago y aunque, quizá, los restos humanos de la cripta de la Catedral de Santiago no sean los de Santiago. Es curioso que Santiago sea, sin contar al Iscariote, el único apóstol que no es santo. O, tal vez, el más santo de los apóstoles ya que el apócope “san” va incluido en el nombre. Sé que su verdadero nombre era Jacobo y que en algún idioma se decía Iago (de ahí que Sant Iago diera Santiago) pero no conozco ni la historia ni la procedencia de esta denominación.
Cuando cumplí 19 años, mi pueblo era un islote vacío de celebraciones entre un montón de pueblos que tenían una fiesta dedicada a su Santo Patrón o Patrona. Junto a un grupo de amigos decidimos crear nuestra propia fiesta y, si bien ya teníamos patrón (San Isidro), su celebración no coincidía con las vacaciones estudiantiles. Nos inclinamos por Santiago por una razón: ningún pueblo en 50 km a la redonda celebraba esta fiesta. El problema fue conseguir la imagen que habríamos de sacar en procesión; la figura de Santiago que vimos era la de un peregrino del Camino de Santiago: sombrero con el frontal levantado, bastón, calabaza y concha. Ese era el patrón de Compostela y nosotros no queríamos rivalizar con la capital gallega. Optamos por una figura más sencilla, de un santo anónimo, a la que le añadimos una espada para darle un poco de seriedad. Esa fue la imagen que ejerció el patronazgo durante 25 años. Hasta que se construyó la iglesia y el párroco que nos asignaron dijo que aquél no era Santiago sino su hermano Juan. Se compró una nueva imagen y, esta vez, nos endosaron al peregrino. A mí, en particular, no me gusta. Me da la sensación que tenemos por patrón a un peregrino cualquiera que se dirige a Compostela para presentar sus respetos a Santiago apóstol. Santiago no peregrinó a Compostela; en todo caso, fue allí a predicar una nueva religión y ganar almas para el cielo.
Santiago de Compostela es una ciudad que siempre me cayó bien. Junto a Salamanca y Granada (y supongo que Alcalá de Henares en sus tiempos), encabeza las ciudades con marcado acento universitario; quiero decir, que son ciudades donde los estudiantes se hacen notar. El resto de universidades de solera se ubican en grandes ciudades y el ambiente universitario se diluye. Y por si fuera poco, inicié mi vida universitaria siendo residente del Colegio Mayor de San Bartolomé y Santiago de Granada, uno de los colegios mayores más antiguos que todavía está en funcionamiento. Es clara, pues, mi tendencia favorable a la ciudad que íbamos a visitar.
El día amaneció lluvioso. Teníamos previsto tomar un taxi desde el hotel (estábamos alojados a unos 3 km del centro en la carretera que lleva a La Estrada) y no complicarnos la vida buscando dónde dejar el coche. Con la lluvia cambiamos de opinión; vimos que había aparcamiento público en la Praza de Galicia, conectamos la Mari Pili y nos lanzamos a la ventura. Llovía fuerte y se veía poco y mal. Quiosquera iba pendiente de las instrucciones del GPS mientras yo no perdía de vista los pilotos traseros del coche que me precedía. Llegamos sin novedad; dimos la vuelta a la plaza y entramos al aparcamiento. Como el tópico dice que siempre llueve en Galicia, yo me había llevado el mono que uso para conducir el Ferrari los días de lluvia: pantalón y chaqueta impermeables. Me los encasqueté, Quiosquera echó mano de su paraguas y nos hicimos a la calle. En la esquina de la Rúa Fonte de San Antón nos tomamos un cortado para entrar en calor. Quiosquera es cateta de capital y de capital catalana por más señas. Pidió un cortado corto de leche y el camarero le hizo caso: no más de medio dedal de zumo de vaca. Tuvo que pedir que le pusieran el dedal entero.
Subimos por la Rúa Nova, que debió ser nova en la alta edad media pero que ahora es una bendita antigüedad, desde el Palacio de Bendaña hasta la Casa de Conga. Fuimos a dar con la Praza de Quintana que bordeamos por el lado de la Casa de la Parra, dejando a nuestra izquierda la catedral románica. Subimos la escalinata que divide la plaza en dos, sacamos las fotos oportunas y encaminamos nuestros pasos a la trasera de la catedral, al otro lado de la plaza. Un rótulo llamó mi atención.
- ¿A que no sabes qué dice ahí? –pregunté a Quiosquera-.
- ¿Cómo voy a saberlo si es la primera vez que vengo a Santiago?
- Quintana de Mortos.
- ¡Anda ya!
Nos acercamos. El rótulo se leía con claridad: Quintana de Mortos.
- ¿Cómo lo sabías?
- Porque el rótulo de la explanada que está arriba de las escaleras dice Quintana de Vivos. Si allí están los vivos, aquí tenían que estar los mortos.
(Ahora que lo pienso, lo mismo era al revés y los vivos estaban abajo y los mortos arriba; si me lee alguien que conozca la plaza que me saque de dudas, por favor).
Más o menos por la Rúa da Conga (se nota porque los turistas caminan en estricta fila india y levantando la pata ora a diestra ora a siniestra) fuimos a dar con la Praza das Praterías, que más que una plaza es un tobogán con escaleras. Aun así, es uno de los rincones más bellos de la ciudad y, según mi chuleta turística, alberga la única entrada románica a la catedral. Con la Catedral de Santiago siempre he tenido un monumental lío en cuanto a estilos arquitectónicos; de mi época de estudiante, he creído recordar que se me puso como ejemplo de iglesia románica, sin embargo, su porte global me recordaba más bien una catedral gótica y su fachada principal, la Fachada del Obradoiro, no me encajaba en ninguno de esos dos estilos. Gracias a mi chuletilla deshice mi equívoco: la Catedral de Santiago fue una iglesia románica (si tuviésemos que señalar dos monumentos de la arquitectura universal, en España escogeríamos la Catedral de Santiago, obra magna del románico, y la Mezquita de Córdoba –según Chueca Goitia) que ha pasado por el calvario de todos los estilos posteriores, siendo el barroco el que enmascaró casi totalmente el alma románica del monumento.
Continuará…
2 comentarios:
Hola quiosquero. Estaba leyendo esto la mar de a gusto, pero las estridencias de mi hija con el violín y la guitarra lo hacen del todo imposible...Tengo los nervios de punta, así que me lo dejo para acabar mañana.Te cuento. Y que haga hpy la cena la tía de Santiago (que por cierto, juraría que sí es santo).
Niño, he disfrutado leyéndolo (por fin..), pero una cosa que quede clara: Quiosquera tiene de cateta lo que yo de bombera.Un abrazo.
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