miércoles, noviembre 18, 2009

Meigas en la Torre de Hércules

El turista contumaz suele justificar sus viajes por el deseo de conocer nuevas gentes y otras formas de entender la vida. Los que no podemos permitirnos el lujo de prolongar un viaje lo suficiente para conocer a las personas, nos conformamos con ver al natural lo que ya vimos en fotografía o en un reportaje de la tele; a veces, muy pocas, llegamos a contactar con la población autóctona. Yo, en particular, soy dado en visitar lugares que son o fueron hitos históricos o geográficos.

En mi reciente viaje a Galicia, había muchos (demasiados) lugares que era imprescindible visitar pero, cuando el tiempo apremia, la sílaba “im” se cae con bastante facilidad. Visitada la playa de As Catedrais, y hasta llegar a La Coruña, sólo había un punto “im”: el Cabo de Ortegal. Y eso desde que leí a un autor gallego que lo definía como el punto donde Galicia limita con Inglaterra. Me fue imposible localizar el punto para trasmitir sus coordenadas a Mari Pili y apunté hacia el pueblo más próximo que aparece en el mapa del MOPU o como demonios se llame ahora tal Ministerio.
- Vamos hacia Cariño, cariño.
Quiosquera se puso la mar de contenta ya que era la primera vez que yo pronunciaba dos veces seguidas la palabra cariño. Pero Mari Pili se puso celosa. En algún punto debí ignorar el indicador que señala la dirección del cabo y Mari Pili me metió en un intrincado de callejas, cada vez más estrechas, que subía la falda de la montaña, hasta el punto que, en algunos sitios, tuve que recoger los retrovisores laterales para poder pasar. Cuando estaba a punto de desistir, encontré un chavalito junto a la carretera y pregunté.
- ¿Para ir al cabo?
No me enteré de lo que dijo pero extendió el brazo a lo Colón y seguí la flecha. La carretera del cabo arrancaba a 50 metros escasos y no tuvimos problemas para llegar hasta el faro. Nos hicimos la muesca (en forma de foto) para tener constancia de que estuvimos en la frontera de Inglaterra y salimos arreando hacia La Coruña con todo el dolor de mi corazón que pugnaba por retroceder hasta el otro “im”, el de Estaca de Bares como punto más septentrional de la península.

Cierto es que, antes de pensar en el viaje, de La Coruña sólo tenía conocimiento del Estadio de Riazor y de la Torre de Hércules, que constituía otro “imprescindible”. Por su antigüedad y porque, cuando leí Tartessos, aparecía como el punto que indicaba que había que desviar la ruta para enfilar hacia las Islas Casitérides, so pena de precipitarse al vacío cuando se llegase al final del océano. La leyenda sitúa en la Torre el lugar donde Hércules enterró la cabeza de Gerión, personaje que distintas leyendas sitúan como fundador de Gerona (Geriona), rey de Tartessos, monstruito de las Hespérides o rey de Brigantium. Para todos los gustos.
La Torre de Hércules está situada en una zona peatonal, en la cumbre de un pequeño promontorio al que se asciende por una ladera con una pendiente suave. A medio camino entre la estatua de Breogán y la torre, un gaitero ameniza la mañana a la espera que los turistas dejen caer unas monedillas. Más abajo del promontorio, ocupando una pequeña explanada, hay una Rosa de los Vientos. Quiosquera abandonó la senda principal y se acercó a la Rosa para tomarle un primer plano. Entonces la vi. En una roca esbelta que había una decena de metros más allá de la Rosa de los Vientos, alguien había colocado una manta oscura, una bufanda que ondeaba al viento y un sombrero alto. En la distancia daba la sensación de ser una meiga que contemplaba el mar. Me quedé mirando y, por un momento, me pareció ver visiones: la meiga parecía moverse. ¡Qué diantre! Se movía y andaba en dirección a Quiosquera que no parecía preocupada por la presencia de la bruja. Luego apareció el perro que correteaba un poco más lejos, lamió la mano de su ama y ambos se dirigieron a la base de la Torre. Sentada en el muro que bordea el camino, la vieja sacó un bocadillo y atacó con saña.
Respiré aliviado.

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