jueves, noviembre 26, 2009

La receta electrónica

Desde la Torre de Hércules, concretamente en el quiosco de prensa que hay un poco más debajo de la torre, tomamos un taxi hasta el otro extremo de la península. El taxista nos dejó junto a la Iglesia de Santa María del Campo.
Justo al inicio de la calleja que queda por la parte de debajo de la iglesia, vimos una placa en la fachada de una casa: “Aquí nació Ramón Menéndez Pidal”. Ni siquiera recordaba que fuese gallego.
Seguimos callejeando hasta el Convento de Santa Bárbara y la Plaza del mismo nombre, para bajar por la calle de Santiago. Y ahí nos dimos de lleno contra el Estado de las Autonomías.

Recuerdo que, durante la Transición, Pedro Ruíz explotaba el hecho que España había pasado de ser Una, Grande y Libre a Muchas, Pequeñas y Cabreadas. Pude comprobarlo. Necesitaba repuestos de Plavix. Entramos en una Farmacia situada a la izquierda de la calle según se baja y entregamos la receta a la manceba que salió a atendernos.
- Esta receta no vale.
- ¿Cómo que no vale?
- Mire usted, le falta la fecha, no está firmada por el médico y debe tener el sello de inspección.
- ¡Ah, bueno! El sello de inspección es esa pegatina que lleva ahí, no tiene fecha porque en Barcelona, a los que padecemos medicamentitis crónica, nos dan las recetas cada dos meses, y no lleva la firma del médico pero va el sello.
- ¿Es receta electrónica? Porque si es electrónica no le podemos dispensar el medicamento.
- Si no me tomo el medicamento, se me espesa la sangre; si se me espesa la sangre, las plaquetas se me depositan en el muelle; si las plaquetas se me depositan el muelle, se me tapona la coronaria: y si se me tapona la coronaria, las palmo.
- Tendrá que pasarse por un consultorio a que le hagan una receta.

Empecé a acordarme de los políticos españoles y de sus santas madres. De los miembros de la Xunta de Galicia y de sus santas madres. Y de los boticarios y de sus santas madres (la mía entre ellas).
Iba a darme la vuelta, cuando una señora salió de la rebotica. Era la farmacéutica, que estaba oyendo la conversación y había decidido intervenir.
- Déjeme ver.
Estudió la receta y llamó por teléfono. A la Federación Farmacéutica, por supuesto.
- Bueno, quizá lo podamos arreglar. La receta no es electrónica y no dará problemas; la fecha se la pongo yo. Lo que no me van a admitir es la falta de la firma del facultativo.
- Dése la vuelta, si es tan amable –le dije-.
Le pedí el bolígrafo a Quiosquera e hice un garabato sobre el sello del médico.
- Ya está señora. Por casualidad llevaba otra receta y ésta si está firmada.
Se rió.
- Es curioso –me dijo-. Cuando llegan pacientes de otras comunidades que tienen implantada la receta electrónica, nosotros no podemos dispensarles la medicación si no pasan antes por el ambulatorio. Sin embargo, llegan los extranjeros de la U.E. con sus recetas electrónicas y no hay ningún problema.

Mentalmente pedí perdón a las madres de los miembros de la Xunta y a las madres de los farmacéuticos (la mía entre ellas). Salí a la calle acordándome de los políticos españoles y de sus santas madres.

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