jueves, abril 04, 2013

Semana Santa


La Semana Santa es una fecha rara. Por una parte, se tardaron unos cientos de años en situarla en el calendario (Dionisio el Exiguo) y, aun así, hay facciones cristianas que sitúan el Domingo de Ramos  donde los demás celebran el Domingo de Resurrección. Por otra parte, los católicos actuales no saben (o no sabemos) si se ha de adoptar una postura de recogimiento y amargura o de distensión y cachondeo. Sevilla (y otras poblaciones andaluzas) lo ha visto claro: los devotos viven y sienten las amarguras de la Pasión, mientras que los menos piadosos disfrutan de la belleza de los Pasos y sienten cómo se les ponen los pelos de punta cuando notan en el estómago el hormigueo que producen las notas de una saeta.
 
En mi pueblo no hay procesiones; al menos no había cuando yo era chico. Y en el pueblo de al lado sólo salía, que yo recuerde, la Procesión del Silencio, de nombre equivocado puesto que quienes acompañaban al Cristo dejaban de hablar únicamente cuando la hermana del Rico-Pobre hacía estremecerse la noche con sus saetas.

Cuando tenía 14 ó 15 años, mi padre nos llevo a ver las procesiones del Viernes Santo en Almuñécar. Era un día despejado y de los que cumplen el tópico andaluz: el sol caía como el plomo… pero derretido. El gentío era enorme y para evitar que nos pisotearan no seguimos la procesión sino que nos situamos en una plaza que debía estar al final del trayecto o muy cerca del final. He dicho Viernes Santo porque esa es la idea que me ha quedado, pero bien pudo ser el Domingo de Resurrección o cualquier otro día procesionable. La plaza estaba abarrotada, quedando un espacio vacío delante de un edificio en cuyos balcones estaba situado el clero y, supongo, las autoridades; debía estar orientado al norte, ya que era mediodía y el sol caía a su espalda. Fue ahí donde se encontraron Cristo con la cruz a cuestas y María (o Jesús ya resucitado y su Madre que se acercaba al sepulcro). Las imágenes de Almuñécar son móviles y la escena de Madre e Hijo saludándose estaba bastante lograda.

Después de esto, tomó la palabra un sacerdote de los que estaban en el balcón, con la cabeza cubierta por su bonete. Quienes a pie firme escuchábamos su plática teníamos los sesos a punto de ebullición; por eso, muchos se habían calado el sombrero. El cura del balcón recordó a los oyentes lo sagrado del acto y la falta de respeto que suponía permanecer cubierto frente a la Palabra de Dios. No hizo falta que lo repitiera: todo el mundo se despojó del gorro.

Detrás de nosotros se oyó una voz a suficiente volumen como para ser escuchada poir un amplio sector.
- No entiendo. Ese señor dice que los que estamos al sol nos quitemos el sombrero y él que está a la sombra no se quita el suyo –por el acento parecía pertenecer a las Iglesia Anglicana-.
Como era de prever, y porque quizás tenía razón, nadie dijo nada, pero, cuando el acto acabó y ya nos retirábamos, alguien dijo detrás de mí:
- Porque estamos donde estamos, que si no, era para haberle dado una hostia al tío ese.

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