El Pollito
Cada
mañana, camino del cole, mi madre me hace la misma pregunta:
-
¿A qué estamos hoy? No se más que estamos en el año dos mil trece y eso porque
dura un año entero.
-
Martes…
-
Martes… Ni te cases ni te embarques… A ver si así me acuerdo.
-
Martes… doce…
-
Doce… doce… Una docena. Martes, doce… ¿de qué mes? ¿Septiembre?
-
No. Estamos en invierno.
-
¿Enero?
-
Más.
-
¿Febrero?
-
No.
-
¿Cuál entonces?
-
Marzo.
-
Febrero loco, marzo ventoso. Doce…. ¿de marzo?... de dos mil trece –acaba
disparando como una metralleta-. Ahora todo entero: Martes, ni te cases ni te
embarques…. ¿Qué más? Ya se me ha olvidado.
-
Martes, doce de marzo.
-
Sí. Martes… doce… ¿de marzo?... del año dos mil trece –vuelve a coger velocidad
cuando recita el año-.
Me
acuerdo entonces del Pollito, a quién llamábamos también el Quintanilla. El
Pollito, como su nombre indica, era hijo de Quintana, paisano cuyo oficio
principal era arreglar sillas: lo mismo le afirmaba las patas a una silla que
le echaba el culo de anea. Quintana era viudo y decían los niños que se había
juntado con una cortijera pero tuvo que dejarla porque maltrataba al Pollito:
cuando el niño pedía agua, llenaba el jarrillo de porcelana hasta el borde y la
que le sobraba se la echaba al Pollito por la cabeza.
El
apodo completo del Quintanilla era Pollito Huero. Y es que era retrasado; le
costaba expresarse (“Barbero, toma dos
rales que dice mi padre que me peles to esta cabeza al cero”) y había que
explicarle las cosas despacito para que las entendiera. Seguramente, hoy
hubiera ido a un centro de educación especial, pero en El Pozuelo sólo había
una escuela unitaria donde teníamos que caber todos, incluido el Pollito.
Recuerdo cómo D. Baltasar intentaba enseñarlo a persignarse:
-
Por… la señal… de la Santa… Cruz –decía el maestro con el índice y el pulgar
cruzados, mientras se dibujaba una cruz sobre la frente-.
El
Pollito lo observaba con sus dedos también en cruz, tratando de imitar los
movimientos de D. Baltasar, sin que los dedos llegaran a tocar en ningún caso la
frente.
-
Por… la señal… de la Santa… Cruz –repetía el maestro-.
-
Muaaá –respondía el Pollito, llevándose los dedos a la boca y dando un sonoro
beso-.
Y
repetían y repetían sin que mejorase la liturgia: el Pollito no pasaba de
besarse los dedos cada vez que el maestro completaba una cruz; y el beso era
rápido no fuera a ser que D. Baltasar iniciara una nueva cruz. Igual que mi
madre cuando recita la fecha y llega al año.
No
recuerdo si el Pollito aprendió a rezar bien; si sé que aprendió a santiguarse y
a recitar las oraciones que le exigían para hacer la Primera Comunión. Y
consiguió aprender a leer, más o menos a escribir y, quizás, alguna operación
aritmética. Por supuesto que a base de años y mucha paciencia. No estoy seguro
de que con el sistema actual hubiera llegado mucho más lejos; para ser sincero
conmigo mismo, creo que hoy no hubiera aprendido ni siquiera a santiguarse.
Cosa
curiosa: a pesar de la mala leche que desarrollan los niños a determinadas
edades, tampoco recuerdo que nos riéramos de él. Y no por miedo. El Pollito era
un niño retaquillo y recio que hubiera podido desmontarnos a cualquiera de
nosotros de una sola tarascada, pero rarísima vez se revolvía. Al contrario.
Ponía su velocidad a nuestro servicio y cuando alguno nos hacía una guarrada,
siempre preguntaba lo mismo:
-
¿Te lo traigo?
Ponía
la directa y salía espetado en busca del que nos había agredido. Y es que el
Pollito corría que se las pelaba. Quizás a distancias cortas pudiera ganarle el
Ratón o el Justo pero, pasando de 50m, el Pollito era imbatible.
Eso
contaba más que las dificultades de razonamiento que pudiera tener.
2 comentarios:
Muchas gracias por estos recuerdos. De lo mejor de mi blogroll que decimos los modernos.
Gracias a ti, elzo, por asomarte a estas páginas.
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