Aventuras y desventuras de un quiosquero en Rusia. La ida.
Aberrón, en uno de sus comentarios, me animaba a contar algo de mi viaje de este verano por Rusia. No es la crónica lo mío. Me defiendo mejor en la anécdota porque me lo dan todo hecho. Sólo tengo que transcribir lo que se dijo y, como mucho, intentar que el lector perciba el énfasis con que se pronunció una determinada frase. Este viaje ha sido tranquilo y, con 200 y pico pasajeros a bordo, no ha dado demasiado juego. Así que iré describiendo mi visita anterior que de ahí sí se podía sacar una novela. De paso, intentaré transmitir los cambios que han sufrido Moscú y San Petersburgo en los 12 últimos años. Los cambios que yo he percibido, claro.
En los primeros días de 1994 murió mi padre. Era algo esperado y, en un principio, no me sentí muy afectado pero al cabo de un par de meses, al volver la vista atrás, comprobé que ya no estaba el cabeza de mi familia y el estómago empezó a encogérseme. Para colmo, aquel año Dalr cursaba COU y se fue a París con sus amigos, dejándonos, a Quiosquera y a mí, solos. Con esos ánimos emprendimos el viaje. La odisea empezó en el aeropuerto de Barcelona. Embarque en el módulo 5. Allí no había nada que anunciase que iba a salir un avión rumbo a Moscú. En las puertas del piso inferior tampoco. Faltaban 20 minutos para embarcar cuando apareció un grupo uniformado: ellos con gabán oscuro y maletín de piel; ellas con vestidos elegantes y enjoyadas; los peques portaban cajas con vajillas Arcopal; ellos y ellas mostraban sus dientes de oro. En fila bajaron al piso inferior.
- Quiosquera, estos son los rusos. Vamos abajo.
Los del maletín estaban delante de una puerta de embarque pero nada anunciaba que de allí fuera a salir un avión.
- ¿Moscú? –preguntó Quiosquera al último de la fila-.
- Da, da. Mosca, Mosca.
Tuvimos que esperar tres cuartos de hora hasta que nos recogió el autobús. Tos pa dentro como caviar en lata. El tío de delante te clavaba el maletín en el bajo vientre. El niño de al lado apoyaba la punta de la caja de Arcopal en tus riñones. La señora del otro se te llevaba por delante las gafas al subir el brazo para agarrarse de la barra. El autocar arrancó. Pasamos por una especie de hangar y salimos a pista libre. O el avión estaba aparcado en el aeropuerto de Gerona o íbamos a Moscú por carretera. Por fin nos detuvimos al lado de un mastodonte de Aeroflot. Se abrieron las puertas y, como locos, la gente empezó a bajar; entonces aparecieron dos fulanos, tipo agente del KGB, e hicieron subir de nuevo a los pasajeros al autocar. Mandaron cerrar las puertas. Llevábamos 10 minutos largos en tal situación cuando Quiosquera me preguntó:
- ¿Y ahora, qué esperamos?
- Estos acaban de aterrizar y están barriendo el patio de butacas.
- Siempre con tus tonterías. No cambiarás nunca.
Al cabo de otros 5 minutos, en la escalerilla del avión aparecieron tres señoras: bata azul, cubo en una mano y mocho en la otra.
- La madre que te parió.
Quiosquera no es mal hablada pero hay que entender que, al inicio de primavera y a las tres de la tarde, el sol picaba lo suyo.
Subimos al monstruo hasta el segundo piso. Precioso. Paredes empapeladas de florecillas; el papel era tan viejo que los tirajos colgaban por todas partes. Asientos propios de culo gordo pero muchos culos se habían posado sobre ellos porque los muelles se empeñaban en abrir agujeros nuevos. Los rusos se despojaron de sus gabanes y zapatos y pusieron los pinreles sobre el asiento de delante. Surgieron las botellas de cerveza, vodka y coñac y, apenas habíamos despegado, se arrancaron con Ochichornia, Kalinka y el Raskachof.
El viaje fue tranquilo, salvo por lo escandaloso. Cuando las ruedas del avión tocaron tierra, una ovación hizo vibrar el aparato. Como cuando en una plaza de toros piden las orejas y el rabo para el maestro.
En el control de pasaportes empezamos a tener consciencia de que habíamos cruzado el telón de acero. Aunque ya no hubiera telón. El guardia de la ventanilla alternaba el estudio de las caras con el de la foto del visado y la imagen del mismo que aparecía en la pantalla del ordenador. Durante 5 minutos. Y, de ahí, a la aduana. Declaración de equipos fotográficos (factura y número de serie), joyas, moneda… En el papel de Quiosquera puse los cheques de viaje. El ruso selló mi papel pero dijo que no hacía falta sellar el de los cheques. Salimos al vestíbulo. Destartalado. Normalmente hay un guía que espera a los turistas con un cartelito de la mayorista que organiza el viaje. Nadie. No hay problema, me dije. Si en 20 minutos no vienen a buscarnos tomamos un taxi hasta el Hotel Ukrania y listo. Apareció una señora de mediana edad.
- ¿Ustedes son los que vienen de Barcelona?
- Sí.
- ¿Cuántos son?
- Dos.
-En el listado dice que son cinco.
- Nosotros somos dos. ¿De qué mayorista es usted?
- …
- Nosotros viajamos con Transrutas.
- Eso. Rutas… rutas. Déjenme sus papeles para hacer los trámites y buscaré a los que faltan.
Cuando fuimos a darnos cuenta, había desaparecido. ¿El timo de la estampita? ¿Qué coño hacíamos en Rusia sin papeles ni resguardos del viaje? No tuvimos tiempo de acongojarnos. La supuesta guía volvió acompañada de otras dos personas.
- Nos vamos.
- ¿No éramos cinco?
- El otro no ha venido. Esperen un momento; ustedes llevan pagados los maleteros y voy a buscar uno.
Las otras dos personas eran la señora Montserrat (80 años) y Robert (cuarentón). El maletero hizo el transporte y se quedó esperando.
- Tienen que dar un dólar por maleta –dijo Galina-. Es que los maleteros de Intourist ya se han ido y éste es particular.
Ya en el autocar la guía se presentó.
- Mi nombre es Galina… Gala. Como la mujer de Dalí. ¿Les fue bien el vuelo?
- Sí.
- Menos mal. Ayer cayó otro. Más de 150 muertos.
- ¡Coño! –le susurré a Quiosquera-. Con razón aplaudían al tomar tierra.
- Pero no se preocupen; eso sólo pasa en los vuelos domésticos porque en los internacionales están los mejores pilotos.
Algún tiempo después, Dalr leyó o escuchó que el piloto llevaba a su hijo en la cabina y que la última frase que oyeron los controladores fue: “¡Niño, no toques eso!”.
- Y ahora vamos al Hotel Cosmos que es donde nos alojaremos.
Al hacer las reservas, había la posibilidad de ir al Cosmos o al Ukrania y viajar desde Moscú a San Petersburgo en cabina de dos, cabina de cuatro o cabina de ocho. Nosotros cogimos cabina de dos y Ukrania para compensar el precio.
- Nosotros vamos al Ukrania –dije.
- No sé de que se queja. El Cosmos es más mejor.
- ¡Hombre! Porque el Ukrania es más barato y no quiero que después me vengan con suplementos.
Llegamos al Cosmos. Una barrera impedía el paso. De una cabina salió un militarote y pidió los papeles al conductor. Comprobación y alzada de barrera. En recepción nos requisaron el pasaporte y el visado y nos dieron una tarjetita con el nombre del hotel. En adelante, esta tarjeta sería nuestro pasaporte. Necesaria para entrar en nuestro hotel, amén de que nos permitiría acceder al hall de cualquier otro.
En una columna había pegado un cartelito indicando el programa de mañana. Me acerqué. No era el nuestro, era de Politours.
- Mira, Quiosquera, estos están bien organizados.
Hasta que me fijé en la fecha: era del verano anterior. En el borde inferior alguien había añadido a mano:
- 00:00 horas: Putiskaya.
Subimos a la habitación; planta 17. Al bajar del ascensor desembocamos en un rellano enorme. Los pasillos que conducían a las habitaciones estaban cerrados con una cancela. Por detrás apareció una matrona que, por señas, nos pidió el “pasaporte”. Lo introdujimos a través de las rejas y nos abrió la puerta. Cuando le dijimos que nos devolviera la tarjeta contestó:
- Niet, niet.
Y nos indicó que nos la daría a la mañana siguiente cuando dejásemos la habitación.
(CONTINUARÁ…)
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