miércoles, marzo 29, 2017

Nonagesimo secundo anno


En abril de 2015 escribí “La tita Flora cumple 90 años” y lo cierto es que no tengo nada más que añadir a lo que entonces dije, y no es porque estuviera dicho todo; es porque el diccionario no tiene suficientes adjetivos para describirla. La tita Flora es, por edad y merecimientos, la decana y la matriarca de nuestra familia.
Hace dos años no pude asistir a su fiesta de cumpleaños y esta vez me he resarcido. Hacía mucho tiempo que no había visto tantos Linares juntos en un acto de celebración; de hecho, me encontré con varios sobrinos (de primos hermanos) que no conocía o que no los había visto desde chiquitillos.
Pude comprobar que, quienes fuimos niños traviesos, ahora somos viejos traviesos. La edad ni nos ha hecho madurar ni nos ha hecho perder la alegría, y los que fueron niños serios siguen siendo serios, pero han aprendido a divertirse.
Como vino a decir Luís, la simiente germina, las plantas crecen vigorosas y, las que han florecido, han dado una buena cosecha. Todo hace pensar que la semilla sembrada y la labor de mantenimiento ha sido buena. La estirpe progresa adecuadamente.


Haremos lo posible por estar en el nonagésimo tercero.
Tita Flora no hay más que una.

viernes, marzo 24, 2017

El aparatillo de la oreja


Mi abuelo José estaba más sordo que una tapia; aunque se le hablase a grito pelado, el pobre no se enteraba. A la única que entendía era a mi abuela Trinidad, que le hablaba en voz alta y clara y vocalizando mucho las palabras. Con el tiempo, mi tío Domingo le colgó un aparatillo de la oreja, pero ni por esas: mi abuelo seguía sin poder mantener una conversación fluida. El aparato no tenía nada que ver con los modernos audífonos, que te los cuelgas detrás de la oreja y ni se notan. El de mi abuelo era como una radio de transistores pequeñita con un cable trenzado, que acababa en un auricular tan poco ergonómico que mantenerlo en el oído era faena de maestros. Una de las imágenes de mi abuelo que tengo grabada con más claridad es cuando golpeaba repetidamente la radio, ponía cara de enfado y gritaba:
- ¡Trinidad, dime lo que dice Gabriel Galdeano que este trasto se ha vuelto a escacharrar!
Esa imagen la parodiaba a menudo cuando en mi época de estudiante salíamos de cachondeo por Granada; cogía una radio muy pequeña, que me metía en el bolsillo de la camisa, y el auricular correspondiente, que me enganchaba en la oreja y nos íbamos a la calle. En la cafetería, en el cine, en el autobús…, en medio de la conversación con los amigos, estiraba el pescuezo mientras daba golpecitos sobre la mini radio intentando que el aparatillo amplificara el sonido que aparentemente no me llegaba con claridad. La gente se me quedaba mirando con una cara que parecía decir: ¡Pobrecillo, tan joven y ya tan perjudicado!
Como se dice en mi pueblo, el Señor me castigó y me mandó un reventón de tímpano que me tuvo casi un año con un algodoncillo en la oreja. Incluso llegué a operarme. Miringoplastia se llamaba la intervención, que consistió en arrancarme un pellejito del lóbulo de la oreja y pegármelo en el lugar del tímpano. ¡Que si quieres arroz! El injerto no tuvo éxito y si antes tenía un bujero que me ocupaba medio tímpano, en adelante el bujero me ocupó el tímpano al completo.
El oír poco y no saber desde dónde me llegaba la voz era lo de menos. Lo de más era que si me entraba agua en el oído me podía pasar un par de semanas supurando y con un dolor tan terrible como el de muelas. Mi amigo, el Dr. Ortiz, me recetó una fórmula magistral a base de “ácido bórico disuelto en alcohol de 80º hasta saturación” (es lo que decía la receta). Tal mejunje hacía su función y me iba resecando el oído hasta acabar con la supuración; claro que llegaba el momento en que el conducto auditivo se despejaba lo suficiente para que el alcohol traspasara el tímpano y llegara al órgano de Corti. ¡Cómo sonaba la música entonces! A lo largo de mi vida he padecido migrañas, dolor de muelas, dolor de riñón, escalabrauras y otras lindezas traumáticas y aseguro que nada es comparable a un dolor de oídos producido por unas gotas de ácido bórico disuelto a saturación en alcohol de 80º. Se acabó bucear en las aguas del mar, nadar para mantenerse en forma, lavarse la cabeza en la peluquería… se acabó hasta lavarse las orejas bien lavadas.
Con el tiempo fui perdiendo oído, o mejor variando mi manera de oír. Dejé de percibir las palabras y cambiar su sonido por el ruido que hace una caracola cuando te la acercas a la oreja. El Dr. Ortiz me dijo que no me podía poner un sonotone porque la supuración lo podriría. Total que, como ya conocía la receta del ácido bórico, dejé de ir al otorrinolaringólogo (¡coño, me ha salido al tirón!).
Hace un par de años, estando en Aguadulce,  noté que tampoco oía con el oído bueno y me fui a ver un médico en el edificio Torres Bermejas. Me sacó dos tampocillos de cada una de las orejas, me metió un aparatillo televisivo en el oído malo y llamó a Quiosquera:
- Fíjese, señora. ¿Ve algo?
- Una cosa negra al final.
- Exactamente, eso es el tímpano. No hay perforación; por extrañas circunstancias el tímpano se ha regenerado. No hay problema en que se ponga un audífono y mejore la audición.
No me lo creí; el Dr. Ortiz me había dicho que el tímpano es el único pellejo que no crece por generación espontánea, así que me fui a ver a mi amigo (amigo de dalr para ser exacto) Iván Domènech, el cual me confirmó el diagnóstico del galeno almeriense. La cuestión es que ahora llevo un aparatillo como mi abuelo José. Oír no es que oiga mejor  (se me amontonan las palabras), pero oigo más fuerte. Y como el cacharro es moderno no necesito darle golpes al trasto que mi abuelo llevaba en el bolsillo de la camisa. De todos modos el médico no ha sido capaz de explicarme cómo se ha producido la regeneración; me queda la duda si no habrá tenido que ver el haberme pasado 35 años sin lavarme las orejas a fondo.
- Ahora no tienes excusa para no lavarte las orejas –me dice Quiosquera-. Así que una buena mano de jabón y restriégate bien.
Y una mierda. ¡A ver si con lo que me ha costado fabricar un tímpano, ahora lo voy a disolver echándole agua!


martes, marzo 14, 2017

El Pacurrel

Este año hemos pasado la Navidad en una masía. Una masía es algo así como un cortijo alpujarreño pero con un acento distinto; quiero decir que los “masuvers” disponen de una extensión de terreno donde cultivar sus productos, criar sus animales y plantar su casa (rústica) en medio, igual que los cortijeros de La Alpujarra, con la diferencia que, tradicionalmente, los cortijeros son propietarios y los “masuvers” no. De palurdos, andan (andamos) a la par.
La masía que hemos alquilado estaba donde Perico perdió el gorro, fuera de los caminos que detectan los satélites del “Tostón” pero con una espléndida vista sobre el lago de Bañolas y el Pla de l’Estany. Una de las mañanas que pasamos en la montaña amaneció con un frío que cortaba las ideas. Después de desayunar vi que Iraia, mi sobrina-nieta, se miraba las manos y parecía que se las restregaba. Me acerqué e intenté cogérselas pensando que las tenía heladas.
- Espera, espera –me dijo-. Tengo moco.
- ¿Cómo que tienes moco?
Me mostró los dedos índice y pulgar con los que amasaba una pelotilla.
- ¿De dónde has sacado eso?
- De aquí –dijo, metiéndose el dedo en la nariz hasta la segunda falange-. Me gusta jugar con el moco.
Pues claro. ¿Quién no tiene una anécdota infantil relacionada con un mocarro? De pequeño no recuerdo que yo fuera muy aficionado al pañuelo. Lo mío era la manga de la blusa, que relucía igual que el camino por donde han pasado varios caracoles. Mi madre me advertía:
- Un día te voy a restregar la manga con pimiento picante a ver si se te quita esa costumbre tan fea.
No le hice caso hasta que una buena mañana se me puso el hocico como el sieso de una vaca: mi madre había cumplido su amenaza. Hoy le hubieran quitado mi custodia por crueldad infantil pero en su favor he de reconocer que la medida surtió efecto y desde entonces mis mangas sólo se enguarran con tóxicos externos.

El que sabía de mocarreras era el Pacurrel. He escrito el nombre con “l” final porque lo encuentro más fino; nosotros le decíamos Pacurreh aunque también nos referíamos a él como Pacurrete y, dado que su familia era propensa a pasar temporadas en Cataluña, nada tiene de extrañar que su verdadero mote fuese Pacurret. Con él me pasó como a Zapatero con Bush: nuestra relación fue corta pero intensa, y fue corta porque su familia emigró a la provincia de Almería. El Pacurreh era un fenómeno que no crecía porque utilizaba todo su potencial en picardías. La mayoría de los niños de su edad lo hacíamos reo de todas las trapalias; incluso decíamos que no estaba bautizado y que, por tanto, era moro. La verdad es que se ganaba a pulso la fama que tenía.
Angustias era la mujer de Frasquito el Barbero. En la época a que me estoy refiriendo no estaban de moda las melenas, eso vino después, pero la barbería no daba para tirar cohetes y Angustias ayudaba al mantenimiento del hogar cosiendo; bien se alquilaba por horas para coser a domicilio, bien actuaba de modista con todas las de la ley. Y, por supuesto, el vestido que estrenaba el día de la Virgen, que es la fiesta de La Rábita, se lo confeccionaba ella misma.
Aquel año se llevaban las faldas plisadas (o acampanadas, yo que sé) y Angustias bajaba por la calle de los Carros con su falda recién planchá; al entrar en la Explanada se encontró con todo el gentío que esperaba a subirse en “las cunicas” o comerse los últimos soplillos antes de incorporarse a la procesión. De entre la muchedumbre apareció el Pacurreh disparado como un cohete, con tan mala suerte que se topó contra Angustias y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio; a pesar del topetazo fue a interesarse por si el chaval se había lastimado.
- Bonico, ¿te has hecho daño?
- ¡Qué va! Si lo que yo quería era limpìarme los mocos en tu falda.
Y con las mismas echó a correr mientras Angustias intentaba recomponer la figura.