jueves, julio 28, 2016

Don Andrés

Definitivamente sufro de síndrome bucólico. Acabo de regresar de la huerta  donde he estado encañando tomates, cortando las hojas marchitas y podando los tallos bordes. Si hay algo de una tomatera que me guste más que el sabor de su fruto, es el olor que te deja en las manos después de manipularla; si hay algo que me moleste de las tomateras, es que las manos se te queden “empercudías”; por eso, lo primero que hago después de acabar la tarea agrícola es lavármelas. Y cuando me las veo negras me acuerdo de D. Andrés.
Don Andrés fue un muy buen amigo de mi padre y con el que tuve una magnífica relación. Acababa de cumplir 14 años cuando me fichó para que, durante el verano, diera clases a su hija para ir adelantando el próximo curso. No debió irle mal a mi alumna ya que siempre aprobó en junio. Recuerdo con nostalgia cuando, después de la clase, D. Andrés me invitaba a echar un cigarrillo: celtas largos, a la sazón.
Hay dos versiones de por qué Don Andrés tenía “don”; ambas, creo, se las oí contar mi tío Paco, que era el erxperto en chafarderías vecinales.

En una primera versión, Don Andrés adquirió el “don” en la boda del hijo de José Linares (el del motor), que se casó en Sorvilán. Dicen que allí se presentó como maestro nacional con plaza en propiedad en la escuela de El Pozuelo. Eso explica que se le añadiera la apostilla de “maestro de Sorvilán”.
 La segunda versión tiene mayor enjundia. De vacaciones en Lanjarón en donde tomaba las aguas medicinales, Don Andrés trabó amistad con un súbdito de la República Francesa, el cual presumía de altas cualificaciones académicas. Nuestro amigo no quiso ser menos y se presentó a  sí mismo como maestro de El Pozuelo. Gabriel Galdeano, su suegro, hombre socarrón donde los hubiera, remató la faena:
-Y a la vez alcalde pedáneo de dicho pueblo –dicen que dijo-.
Don Andrés ofreció su  casa al gabacho por si alguna vez pasaba por el pueblo. Durante mucho tiempo del francés nada se supo, ni siquiera en Lanjarón, donde Andrés seguía tomando las aguas. Años después, un día de primavera, se paró un coche junto al bar de Caneco; descendió un individuo con un fuerte acento extranjero:
-Busco a Don Andrés Canillas.
-¿Andréh Canillah…? Poh Mir’uhté… no me zuena que en ehte pueblo nadie tenga tar nombre. Ahí mah alante vive Migueh Canilyah pero Andréh…
-Sí, sí. Don Andrés Canillas, maestro y alcalde del pueblo.
-Fíheze… Ar finah de la calle viv’er maehtro, que ze yama don Bartazah, y en la otra punta viv’er arcarde, qu’eh Huan er Merguizo.
-Hombre –dijo otro-, como no zea Andrezico er de Huan Lopeh…
-Llévenme, por favor –insistió el gabacho.
-Ehtá ahí mihmitico, tirando pa la caza de Calele, la primera a la derecha.
Tomaron la primera a la derecha. Para entonces, Andresico el de Juan López aún no había ampliado la casa y una enorme morera crecía en su puerta. En el tronco de la morera estaba atada la burra y Andrés salía de su casa con las manos (hasta el codo) más negras que el alma de un condenado por el verdín de los tomates.

La leyenda acaba aquí. Es de suponer que fueran a tomarse una cerveza anca Caneco y que Andrés contase a su amigo que en época de vacaciones se dedicaba a la agricultura que, en el fondo, era su pasatiempo secreto. En todo caso, Don Andrés conservó el “don” hasta el fin de sus días y, aún hoy, sus paisanos no le hemos apeado el tratamiento.

Con todo el cariño, por supuesto.

lunes, julio 25, 2016

Santiago apóstol

Corría el mes de agosto de 1969. Apenas habíamos finalizado nuestra gira dramática por El Pozuelo, La Rábita y Albuñol con la obra El Fiscal, comedia de Fernando Vizcaíno Casas, y ya echábamos en falta la excusa que necesitábamos para poder arrimarnos (de buenas maneras) a las niñas en edad de merecer. Uno de estos mediodías, a la hora en que la playa empieza a quedarse sin gente, tomába el sol panza arriba (decúbito supino) en los chinorros junto al Serafín, el Sevillano, Refalillo, Juanico de Lola y alguno más. No sé quién fue el primero en lanzar la idea, pero antes de irnos a comer ya habíamos pergeñado la idea de celebrar el Día de la Virgen del Mar, con el permiso del cura de La Rábita, por supuesto.
En los días siguientes se unieron al grupo Paco Pepe, Constantino, mi primo Pepe Romero y, en definitiva, todos los mozos que, en teoría, estudiábamos en Granada y algún que otro mozo que no estudiaba. Preparamos la estrategia a seguir, sobre todo en lo concerniente al montaje de la Hacienda Pública y Asuntos Exteriores. Hacienda debía idear cómo conseguir el dinero necesario para cubrir un presupuesto mínimo, y Exteriores, obtener el permiso para que D. Francisco Ortega permitiese que la Virgen pernoctara un día fuera de la iglesia de la parroquia. Quedaba una faena importante que, encima, habría de preceder a las otras dos: el Ministerio de Propaganda quedaba con el encargo de convencer a los vecinos de que un puñado de mozalbetes (la mayoría con 19 años recién cumplidos o a punto de cumplir) estaban capacitados para llevar a buen témino el empeño. Me quedé sorprendido del resultado: no sólo gozábamos de la confianza de nuestros paisanos, sino que nos animaban a seguir adelante. Lo de convencer al cura fue mucho más complicado, ya que los mayordomos de La Rábita no estaban por la labor. Nos reunimos en la casa del párroco con el susodicho y Juanico el Bizco; nuestro argumento fue que desde siempre las fiestas de la Virgen habían durado tres días: el 6 de septiembre, que se celebraba en El Pozuelo y Huarea, y el 7 y el 8, que se reservaban para La Rábita. D. Francisco miró a Juanico y éste nos hizo la gran pregunta:
-Bueno, ¿quién financiará esto?
-Los gastos que se ocasionen en El Pozuelo los pagamos nosotros: los cohetes, el castillo de fuego, llevaremos a la Virgen hasta Huarea en procesión…
-Siendo así –dijo Juanico- no veo inconveniente. Y como la banda de música está contratada para los tres días, el día 6 os la cedemos gratis.
Era mucho más de lo que cabía esperar; quizá, si el interlocutor no hubiera sido Juanico el Bizco, buen amigo de la gente del Pozuelo, no habríamos podido llevar a cabo nuestro objetivo.

Yendo de puerta en puerta por El Pozuelo y Huarea logramos recaudar algo más de 7.500 pts. Preparamos una serie de competiciones para el día de la fiesta, compramos los trofeos correspondientes y dimos la concesión para que se organizase la caseta popular; ingenuos de nosotros, la concedimos gratis cuando, seguramente, podríamos haber sacado algún dinerillo para engordar el presupuesto. Descontando lo gastado en trofeos, bandas, alguna gestión y lo que preveíamos que cobraría el cura, calculé que podíamos invertir 4.000 pts. en fuegos artificiales: 2.500 en cohetes y 1.500 en el castillo de fuego y cohetes de lagrimicas. Cuando nos reunimos con el pirotécnico y puso los precios sobre la mesa se nos pusieron los pelos de punta; apenas teníamos dinero para empezar a negociar. El buen hombre se portó muy bien y nos puso unos precios asequibles:
-Ya me lo cobraré el año que viene o cuando manejen más dinero –nos dijo-.
Contratamos 3 ruedas y 2 tracas por 2.200 pts. Los cohetes seguían siendo un problema; dentro de los asequibles los había de dos precios: a 60 y a 120 pts. la docena. Hice unos números rápidos y nos quedamos con 16 docenas de los baratos y 8 de los más caros. Para que aguantaran el día completo podíamos tirar dos cohetes cada tres minutos, teniendo en cuenta que irían concentrados en la diana, la procesión y el castillico; el resto del tiempo habría que espaciarlos muchísimo más ya que no disponíamos de más de 40 ó 50 cohetes de margen.
-¡Contra! –se me ocurrió de golpe- Nos falta el trueno de los cortijeros. Tendremos que renunciar a unas cuantas docenas más de cohetes.
-No se preocupen. El trueno gordo se lo regalo yo; le pondré el de medio kilo.

El 6 de septiembre de 1969 se recordará como la primera vez que El Pozuelo tuvo una fiesta autónoma. A primerísima hora de la mañana estábamos en la puerta de la iglesia para hacernos cargo de la Virgen. Teníamos el permiso de la autoridad civil (los mayordomos) y de la autoridad eclesiástica (el cura) pero no habíamos contado con la rivalidad de los vecinos: unas 30 ó 40 personas estaban allí para mostrar su disconformidad con que la patrona quedase al cuidado de los pozoleros (¿debería de ser pozolenses?) aunque sólo fuese por unas horas. No soy muy religioso pero no me sentó nada bien que, al paso de la Virgen, la gente allí concentrada se arrancase cantando eso de “Se vaaa… se va, se va...”.
Para la diana el pirotécnico reclutó al Pilolo. El Juanetero ya formaba parte del equipo. Sonaron los primeros truenos; digo sonaron y no es del todo cierto: el estallido de los cohetes de 10 pts. se oía con claridad, pero los cohetes de duro hacían menos ruido que un follón de borrego. Para colmo D. Andrés se empeño en que yo presidiese la ronda y me hizo seguir el pasacalles. Como consecuencia los técnicos de la pólvora actuaron por su cuenta y tiraron muchos más cohetes de lo conveniente; la media prevista de dos cada tres minutos sufrió un grave quebranto. Tuve que recalcular los tiempos y obtuve un resultado alarmante: para que quedasen cohetes para el castillo sólo podíamos tirar un cohete cada tres minutos con una cadencia de dos de a duro por uno de 10 pts.
Aguantamos el día. Al margen de las corridas de cintas, que siempre se llevan los de la Rambla de Albuñol, el espectáculo de más éxito lo constituyó el I Cross del Pozuelo, que ganó “el Truquillos”. Para mí la tarde fue calamitosa, con los nervios a punto de disparárseme; cada vez que tiraban un cohete no sujeto al tiempo reglamentario se me ponían de punta. ¡A ver quién coño había dado permiso para quemar pólvora fuera de los minutos precalculados!
Hasta la procesión resultó propicia; llevamos la Virgen hasta Huarea, D. Francisco dijo misa en la antigua era (la misa solemne la había dicho por la mañana en el garaje de D. Pepe) y la imagen llegó sana y salva al Pozuelo, aunque con la corona un poco ladeada.
Aquella noche acudí al baile (no podía faltar, ya que Quiosquera andaba suelta y libre por aquel terreno tan peligroso y con tanto ligón al acecho) con los pies sollaícos vivos: 6 tiritas en el pie derecho y 3 en el izquierdo. Todo fue muy bien, elección de la Reina de las Fiestas incluida; creo que ha sido el jurado más brillante que he visto en mi vida, y el más democrático…

El fin de fiestas puso la guinda al espectáculo. Los cohetes de lagrimicas fueron todo un logro: daban ganas de llorar al ver que cada uno no soltaba más de 4 ó 5 lágrimas”, pero a mí ya me daba igual: los cohetes de hacer “pum” habían resistido hasta última hora. Y el broche de oro fue el “trueno gordo”: el jefe pirotécnico ató el medio kilo de pólvora al palo de la portería y le prendió fuego.
¡Buuum!
De la portería nunca más se supo.

Nota del autor: Insisto en la debilidad de memoria. No debe dárseme mucho crédito cuando doy datos, ya que éstos pueden haber sufrido un fuerte descalabro en mi cerebro; puedo haber juntado anécdotas de dos fiestas diferentes, puedo estar equivocado en el presupuesto, hasta puede que el año no fuera 1969. Pero en que no yerro es cuando afirmo que sólo se podía tirar UN COHETE CADA TRES MINUTOS.

domingo, julio 17, 2016

De sequías y otras catástrofes

Soy hijo de agricultor, nieto de agricultor, bisnieto de agricultor, tatara… Hasta ahí no llego, pues la pista se me acaba en los abuelos de mis padres, pero todo induce a pensar que mis ancestros fueran agricultores, al menos hasta llegar a Caín. Por tanto, digo verdad cuando afirmo que soy más del campo que San Isidro (Labrador). Sin embargo, no sé nada de agricultura. Es verdad que algunas vecesfui con mis padres a aclarar maíz, plantar huerto o a espantar a los gorriones para que no se comieran la simiente que acabábamos de enterrar en los liños. Eso era más divertido:
-¡Aaay, pillo, que te comiste los peeepinillos! ¡Aguarda, aguarda! –voceábamos mi hermana y yo, mientras faldoneábamos reguera arriba, reguera abajo.
Como ejercicio no estaba mal. Lo de espantar gorriones era harina de otro costal: a estas alturas de la vida pienso que aquellos pájaros todavía se están riendo viéndonos hacer el idiota.
De pequeño fui un miscandero y mi madre estaba preocupada porque tenía menos chichas que un guiso de Celedonia, que un día el Barreiros (dicen) le echó una brocha de afeitar vieja en el puchero, y el ciego chico le protestó porque la carne le había quedado dura; se inventaba (mi madre) de todo para hacerme comer y lo que mejor le funcionó fue mandarme a llevar las migas a Garbancito a la vega. No es que comiera mucho, aunque algo más sí; y aprendí muchas cosas: aprendí a fumar, a torear un borrego que teníamos, a poner trampas, a tirar piedras… Me iba fijando en las cosas que hacía Garbancito a la hora de cuidar la cosecha y llegué a ayudarlo a regar; él vigilaba el final del liño y cuando el agua había empapado bien la tierra me avisaba para que yo tapase la entrada. Con todo no fui capaz de determinar cuándo las plantas tenían sed; sólo sé que regaba muy de vez en cuando y eso que nosotros teníamos toda el agua que queríamos ya que mi padre había excavado un pozo a medias con el vecino.

Este año, cuando planté la cosecha, la vigilé durante unos días y me pareció que las plantas agarraban. El deber de jubilado hizo que me tuviese que desplazar a Polonia durante una semana y estuve sin regar 15 ó 20 días. Al volver me encontré las plantas casi del mismo tamaño que cuando me fui, es decir, bonsais, pero habían aguantado; les pegué un buen regado y a la semana siguiente se habían estirado un poco y estaban todas, sobre todo las judías, llenas de flores. Hasta le dije a Quiosquera:
-Fíjate que pedazo de pendones nos han salido: tan chiquitillas y ya están todas preñadas.
No fueron bien las cosas. Los tomates y pimientos nacieron muy pequeñitos y los tuvimos que tener varios días en la incubadora, los melones abortaron, esto es, se les cayó la flor antes de cuajar, y las judías murieron de sobreparto: se secaron después de la primera cogida. Lo único que ha aguantado ha sido una berenjena y debe ser porque tendrá el embarazo más largo.
No acaba ahí la tragedia. Hemos estado dos días en la ciudad (para ver las dos actuaciones del niño), sólo dos días y, encima, uno de ellos llovió. A la vuelta hemos encontrado las plantas chuchurrías; las berenjenas estaban como consumidas, los tomates tenían los tallos arrastrando por el suelo y los melones afligíos; a las judías las enterré cuando se murieron. No se me ocurría cómo había podido pasar si yo las riego cada tres o cuatro días y no habían estado más de dos días sin agua; ahora me he enterado que Quiosquera les echaba un chorro cada vez que las veía agostadas. Las regué con profusión y cuando al cabo de un rato fui a verlas, estaban todas más tiesas que un virote. No acabo de entenderlo: estoy seguro que Garbancito regaba cada semana como mucho, que en los invernaderos del Mar de Plástico, con el goteo y los inventos modernos gastan menos agua que yo, y sin embargo aquí, que el sol calienta menos, las plantas se me queman. Claro que ahora las estoy regando cada vez que las veo un poco mustias y están todas más tiesas que un palo y las tengo otra vez preñadas. Ni que les estuviese disolviendo viagra en el agua; las jodías, en cuanto oyen mis pasos, empiezan a aplaudir de contento.
 Me lo dice Quiosquera:
-¿Por qué no bebes de ese agua tú también? A ver si así…
-¡No, no, no! ¡Ni hablar! –le contesto- Yo sólo bebo Lanjarón.


jueves, julio 14, 2016

Y descendió a los infiernos

Las dos veces que más cerca he estado del cielo (con los pies sobre una superficie con apoyo firme en tierra), fue cuando subí a la terraza de una de las Torres Gemelas de Nueva York en el año 2000, y cuando contemplé el desierto de la Península Arábiga desde el piso 125 de Burj el Khalifa en Dubai.
Aproximarse al cielo es fácil; sobre todo desde que el hombre inventó el ascensor. En un minuto y pico te ponen a una altura que sólo alcanzan los aviones tripulados por los terroristas suicidas de Bin Laden. Pero bajar a los infiernos… Fíjense que para referirnos a ellos utilizamos el plural. Algo así como si se hubieran creado varios para que la gente tenga menos dificultad en encontrarlos. Hacia abajo sólo recuerdo haber bajado al pozo de una noria que había en una de las derramas del Barranco de la Fuente y había quedado anegada por las inundaciones del 58. Eran 4 metros escasos y apenas podría hablarse de infierno. Más cerca estuve en 1993 en Turquía cuando descendí hasta el quinto sótano de la ciudad subterránea de Kaymacli. No sé hasta que profundidad llegamos, ni falta que hace; lo que no olvido son los pasillos estrechos, bajitos y en pendiente. De pie se dejaba uno los cuernos pegados en el techo; agachado me despellejé ambos hombros y me descoyunté las cervicales; caminando de lado me chirriaba la rabadilla. Acabé bajando a rastra culo. Para ser sincero no me acuerdo cómo subí. Nos dijeron que en el piso más bajo alojaban a los chavetas: el silencio y la temperatura constante ayudaban a su curación. Es mentira; los metían allí porque de ese modo era poco probable que escaparan.
No sé si fui yo el que acuñó la frase o si la tomé prestada de otro: La vida del turista es dura. Es dura por el precio que se ha de pagar; es dura por los madrugones que te pegas; y es dura porque caminas en un día el cupo de un mes; en mi caso, de un año por lo menos. Algún día contaré cómo me visto los días laborables y cuál es mi indumentaria los días de turismeo. Y cómo vuelvo de cintura para abajo. De cintura para arriba quedo igual de jodido, pero eso es por causa del tiempo.

Me he enrollado. Quería hablar sobre mi reciente visita a las minas de sal de Wieliczka y se me ha ido el santo al cielo (o al infierno, vaya usted a saber). Entre las excursiones opcionales del circuito “Maravillas de Polonia” la que atrajo mi atención fue la de las minas y, como casi siempre que voy por ahí, intenté documentarme. Tuve que recurrir a blogs especializados para enterarme que la caminata abarca una longitud de 3,5 km. e incluye sobre los 800 escalones, lo cual supera ampliamente mi capacidad motora; ni siquiera después de saber que dispondríamos de un ascensor para la subida me vi en condiciones de asumir el riesgo. Cuando en otro blog leí que un grupo había bajado un primer tramo en ascensor y se habían ahorrado 380 escalones, me devolvió la esperanza. Metido en harina, pregunté a Elisabeta (la guía local) si podría bajar en ascensor. Me ilustró: a veces se podía bajar previo pago; incluso había visitas programadas para jandicapés (lo cual no era mi caso porque a mí sólo me fallan las piernas), pero todo dependía del tío de la gorrilla roja. Y es que casi medio siglo de comunismo no se borra de un plumazo: en todas las entradas de todos los monumentos visitables hay varios individuos, distinguidos por su gorra colorá, que son los que cortan el bacalao. En interior del monumento depende de las revisoras del tranvía; en las películas de espías que actúan en la Alemania del Este, el protagonista suele ser víctima de una revisora, mujer de mediana edad tirando a bajita, muy estirada y con una mala leche suprema. Algunas tienen su corazoncito.

Ya en la cola de acceso al pozo, el tío de la gorrilla no estaba por la labor de permitirnos el uso del ascensor. Elisabeta recurrió a una de estas matronas y dio con la adecuada; me hizo saltar la fila y acceder al recinto de ascensores; nuestro grupo jaleó a Quiosquera para que me acompañara, la matrona la miró de soslayo, arrugó la ceja y movió la mano en señal de “venga, usted también”. Al contrario de los ingleses, los polacos sí saben hablar por señas y nos dijo que esperásemos allí hasta que lo dijera el ascensorista y que ella misma vendría a recogernos. El ascensor tiene varios pisos a los que se accede a dos alturas distintas y por dos puertas diferentes en cada altura. Junto a nosotros había otras personas que se habían ganado el derecho a saltarse el primer tramo de escalones, no sé si por la cara o pagando; la cuestión es que fuimos subiendo al ascensor de cuatro en cuatro. La cabina era amplia: se abrió a medias una puertecita y entramos Quiosquera y yo; el ascensorista acabó de abrir la puerta y nos apretujó contra la pared de la cabina al tiempo que daba paso a otros dos pasajeros que estampó contra el otro lado, o sea, a cuatro por lateral o, lo que es lo mismo, a ocho por piso. O eso es lo que pareció. El ascensor arrancó a buena velocidad y nos introdujimos en una oscuridad casi absoluta; en otros tiempos habría aprovechado para meter mano a Quiosquera, pero a estas alturas (profundidades, quiero decir) uno ya ha perdido hasta las buenas costumbres.

El ascensor nos dejó 64 metros más abajo, en una sala amplia y nos sentamos a esperar a que llegara nuestro grupo encabezado por la matrona, que no he dicho, iba vestida con uniforme pseudomilitar (como las revisoras del tranvía). Acabé de comprender que por señas me había dicho que esperásemos abajo hasta que ella llegara.
Como todo el mundo sabe, la sal fue para la antigüedad (desde hace 150 años para atrás) lo que el petróleo ha sido para el siglo XX. Y, parece ser, Polonia era bastante sosa. Por eso, cuando el príncipe Boleslao se casó con Kunegunda de Hungría, su padre, el rey Bela le regaló como dote una mina de sal. Claro que, lejos quedaba Cracovia, a la sazón capital de Polonia. Kunegunda, a quien los polacos llamaron Kinga para simplificar, tiró su anillo de compromiso a la mina y, cuando llegó a Polonia, mando excavar un hoyo. Allí encontraron un bloque se sal y, dentro de él, el anillo de Kinga. Por supuesto, nunca más faltó la sal en Polonia. Para redondear la leyenda, Kunegunda se mantuvo virgen con la aprobación de su esposo, a quien la historia, como no podía ser de otra manera, conoce como Boleslao el Casto.

En este primer nivel del Pozo Danilovicz una de las maravillas que nos encontramos es la Cámara Copérnico con la estatua en sal del científico que, como siempre, sostiene la esfera terrestre en sus manos. No hay que olvidar que estamos en Polonia y que aquí, aparte de los reyes heredados y los electos (y Santa Kinga, claro), siempre tropezaremos con tres personajes: Copérnico, Wojtyla y Lech Walesa. Un poco más “alante” espera la Cámara Janovice, donde está representada la leyenda de Konegunda, concretamente el momento en el que el capataz muestra a la reina el anillo que ha encontrado en el bloque de sal. 
Nota del autor: del orden y nombres con que relatamos las cosas no haga el lector puñetero caso. Ya conocen ustedes que estoy influenciado por mi primo el alemán de las neuronas y ando parco en memoria. Quiero decir que la Cámara Janovice puede estar en el fondo-fondo de la mina y que la leyenda de Konegunda se represente en el Camarín del Capataz (por ejemplo).

Tras pasar por una gruta en la que pasan una proyección que intenta representar la explosión de un escape de grisú y que yo, que no hablo polaco, no entendí, fuimos a parar a la Cámara de Casimiro III el Grande, que, a juzgar por la escultura (de sal) que allí se alza, debió de ser enorme, si no de cuerpo sí, al menos, de cabeza.
Con el cabezón de Casimiro se acabó la buena vida; quiero decir que empezaron las escaleras. El nivel II de la mina comprende dos niveles (valga la rebuznancia). El Nivel II.1 se encuentra a 90 metros pandera abajo; escaleras con peldaños de sal (aquí todo es de sal, eso dicen) y baranda de madera, con una inclinación de unos 89º o poco menos. Para que el sufrido visitante pueda trampear el vértigo y el agotamiento, la senda está jalonada de instrumentos, enseres y otros arterfactos que los antiguos mineros utilizaban para el transporte del mineral y para achicar el agua que rezumaban las paredes de la mina; incluso hay algún que otro mini lago.
Alcanzado el nivel, se visitan otra serie de capillas; la más interesante es la Capilla de la Santa Cruz. Elisabeta nos ilustró:
-Aquí, las figuras de la Virgen y el Santo Cristo son de madera policromada. La araña es de sal.
Y así parecía, en efecto: una lámpara de cristal translúcido iluminaba la cámara y, una frente a otra, dos tallas en madera representaban a una Virgen con Niño cabezón y bola del mundo en la mano y al Niño, ya crecido y con barba, clavado en la cruz. Si me hubiesen dicho que las figuras eran de sal también me lo habría creído, pero no fue el caso. Quienes no lo tuvieron claro eran dos amigas, payesas de remensa, que, según me contó después Quiosquera, llevaban una interesante conversación.
-A ver que me aclare –preguntaba una-, ¿la Virgen y el Cristo también eran de sal?
-Nooo… -le decía la otra-, ha dicho que la Virgen y el Cristo son de madera. Lo que es de sal es la araña, pero yo he estado mirando la Virgen con detalle y no se la he encontrado.

El Nivel II.2 es la joya de la mina. Un poco después de la Capilla de la Santa Cruz, y tras pagar 10 zloty (unos 4€) por el derecho a fotografía, se accede al mirador que permite contemplar en su totalidad la gran sala que alberga la Capilla de Santa Kinga, que más que capilla es toda una catedral. Unas escaleras, esta vez algo menos pendientes, nos llevan al nivel de la iglesia, a 110 m. bajo el suelo. Es difícil describir el recinto: un enorme bujero en el corazón de la montaña con toda la Biblia esculpida (en bajorrelieve) en sus paredes, más el altar del frente, las arañas (¿cáncanas?) del techo y una gran estatua de Juan Pablo II, junto a la escalera de acceso. Elisabeta nos hizo fijar la atención sobre un bajorrelieve que imitaba la Última Cena de Leonardo da Vinci.
-Qué profundidad creen ustedes que tienen los relieves.
En estos casos soy bastante espontáneo pero, cómo también soy tímido, hago los comentarios en voz baja.
-Doce centímetros –dije al oído de Quiosquera-.
-Los escultores –siguió diciendo la guía- utilizaron aquí una técnica, pionera por entonces, que resalta el relieve. Verán que parece que el cuadro tiene una profundidad de 20 o 25 cm. Y, en realidad, sólo son diez.
No es que yo tenga una vista con telémetro incorporado, es que me había equivocado en la apreciación. Doce centímetros es lo que parecía que sobresalía la cabeza de Jesús de la pared. A lo que Elisabeta se refería era a la impresión general de profundidad del cuadro y éste tenía una marcada perspectiva que podría sugerir, quizá, esos 25 cm.

A partir de aquí la historia carece de interés. El acceso al tercer nivel se hace por una escalera de caracol; puntualizo que el caracol no es en línea curva continua sino en línea recta quebrada, de modo que el desgraciado que ha llegado vivo hasta aquí no vea el final de la bajada y siga dándole a los pies pensando que a la vuelta de la siguiente esquina se encuentre con la meta. Al fin y el cabo ésta sólo está 25 m. más abajo. La última planta está formada por un pequeño museo en la que dicen ser la sala con el techo a mayor altura, y otros recintos que sirven de bares restaurantes y tiendas de souvenirs para los turistas. A decir verdad no lo aprecié: a la entrada del museíllo había un banco y allí deposité mi estructura maltrecha a causa de la altura, de la profundidad más bien, a la que habíamos descendido. Se lo dije a Quiosquera.
-Tengo las manos hechas polvo de tanto andar. Fíjate aquí: las palmas desolladas; eso será de que la rozadura de los zapatos me hace borregas.

La subida fue leve, pero yo estaba equivocado: pensé que en cada jaulilla cabían 4 viajeros. ¡Y una leche! ¡Nueve, nos metieron nueve! Ahora entiendo por qué a las sardinas les cortan la cabeza antes de meterlas en una lata: si se dieran cuenta de las apreturas que les esperaban, se resistirían.
Salí con una duda. ¿Realmente era sal todo lo que habíamos visto? A mí me pareció como si fuese roca gris oscura veteada por cristales gris claro. Una compañera de fatigas me saco de dudas.
-Es sal, seguro. Me he mojado el dedo en saliva y lo he chupado después de pasarlo por la piedra y está salado.
¡Vale! Me imagino que si les echo un puñado de esa sal a unas papas fritas se me quedarán negras. A lo mejor es que se trata de sal en su tinta.