lunes, enero 23, 2012

Mi jaca

Los niños actuales puede que sueñen con tener un Ferrari como Fernando Alonso o una Yamaha como Jorge Lorenzo. Los niños de mi época no podíamos soñar con marcas y, mucho menos, con marcas japonesas; a lo más, soñaríamos con tener un “haiga” o un “amoto”. A mí me iba el “amoto” pero mi sueño imposible era tener una jaca. No un caballo ni una yegua: una jaca.
Probablemente, a los dos o tres años, lo más grande que yo había visto en transporte animal era un mulo; hasta puede que hubiera contemplado el dibujo de un caballo en uno de los cuadros de lámina de papel que adornaban las paredes de mi casa o la de mis abuelos, pero estoy seguro de no haber visto en directo ni caballos ni yeguas, pero había oído hablar de ellos.
En el otoño/invierno de 1952-3 viajé varias veces a Granada. Mi madre y yo nos alojábamos habitualmente en la “Posá La Espada”, en la Placeta de la Trinidad; la “oficina” la teníamos en la calle Ganivet y tomábamos caminos distintos a la ida y a la vuelta. La ida la hacíamos cogiendo la calle Mesones (a veces, la calle Alhóndiga) y para la vuelta cogíamos Reyes Católicos y Plaza de Bib-rambla. Un fotógrafo había establecido su estudio en la esquina de la plaza opuesta a donde se ubicaba mi amiga la castañera; el estudio, además de los aparatos propios de la profesión, estaba formado por un caballo de cartón y una cortina colgada de un alambre que iba de la farola a un árbol. Por aquellos entonces, solía estar bastante cabreado y meditabundo, por lo que me fijaba poco en las cosas de mi alrededor, pero una jaca es una jaca y la guipé de inmediato.
- Quiero subirme en mi jaca –dije a mi madre-.
- Otro día, que hoy llevamos prisa.
Me conformé. Tenía dos años y medio y no era niño de barraqueta (ni me lo hubieran permitido) pero tampoco era tonto del todo y, cuando mi madre me repitió por tercera vez “Otro día, que hoy llevamos prisa”, me planté.
- ¡Quiero subirme en mi jaca!
Y me puse a llorar. Mi madre debió hurgarse el bolsillo y consintió en darme el capricho, eso sí, si el fotógrafo accedía a mover la jaca de su posición habitual, de modo que se me viera el pie derecho en lugar del izquierdo. El fondo del escenario, la cortina colgada del alambre, quedó hecho un churro pero yo me subí en mi jaca contento y sonriente.

La realidad era que nosotros lo que teníamos era un burro: El Verdugo. Respondía a su nombre; no sólo era una mala pieza sino que lo de trabajar le sentaba como el pico al gitano: “Ni tú pa mí ni yo pa ti”. Tan vago era que, en un par de ocasiones nos tiró a mi padre y a mí por la cabeza; la técnica no fallaba: al cruzar la rambla, aprovechaba el final de una bajada para agachar la cabeza y frenar en seco. Salíamos volando sin necesidad de decir “so”. Finalmente, mi padre se lo vendió al Benerito, hizo de tripas corazón y mercó una jaca torda. Aunque no era muy dado a las labores agrícolas, durante un tiempo mi padre llegaba a casa temprano y sacaba la jaca para ir a la fuente a darle agua; por supuesto, yo lo acompañaba. En la parte de atrás de mi casa había un pozo, y en la de delante, un pilar; no había necesidad de cruzar el pueblo hasta la otra punta y subir el carril hasta la fuente pare que el animal calmase la sed. Hoy sé que mi padre lo hacía para sacarme a la calle y lograr que la sonrisa me iluminara la cara.
No dura mucho la alegría en casa del pobre. Una noche, mientras oíamos la radio, intercepté una conversación a media voz entre el Nieto y mi padre; me dio la sensación de que hablaban de la jaca y un barranco: no volví a ver al animal. La pena me duró mucho tiempo pero no me atreví a preguntar. Cuando pregunté, mi madre me contó la historia a grandes rasgos. El Nieto tenía que llevar una carga a los Nevazos (creo) y le faltaba una bestia, por lo que pidió prestada la jaca a mi padre. A medio camino, las bestias se espantaron porque una culebra cruzó el camino, y recularon un poco. Según contaba mi madre, los burros y mulos son más espabilados cuando llevan carga y recularon hacia la parte interior del camino, pero la jaca reculó hacia el barranco y acabó en el fondo. De la conversación junto a la radio me quedó que, al caer, se “había dado con el tronco de un árbol y se partió la raspa”.

El siguiente vehículo de tracción animal que tuvimos fue una burra mansa.

viernes, enero 13, 2012

Secuelas

Han pasado dos meses desde que el apéndice me diera el último susto del año, y apenas queda un vago recuerdo y una profunda cicatriz. Si no fuese porque al doctor se le fue la mano, la cicatriz sería una línea recta que baja desde el ombligo hasta donde el vientre pierde su honesto nombre; es una lástima porque, vista de frente y esculpida en un abdomen bien alimentado, parecería el culillo de un niño chico. ¡Qué le vamos a hacer!
Aun así, a veces es protagonista de conversaciones animadas.

Este fin de año hemos esperado las campanadas y comido las uvas con dalr y alguno de sus amigos; entre ellos, Suzzy, reciente mamá de un mamoncillo que vino al mundo a golpe de bisturí. Por similitud, acabamos hablando de nuestras respectivas cicatrices.
- A mí me abrieron la barriga en canal. Tajo limpio si no fuera porque el cirujano estornudó en el momento inoportuno y, a medio corte, se le desvió el bisturí hacia su izquierda.
- Pues mi corte es en horizontal.
- ¡La puñetera manía del bikini! A las mujeres os hacen el corte horizontal y bajito para que no se vea con el bikini. Como si a nosotros nos gustase lucir la cicatriz de nuestra cesárea.
- Hombre, tu operación y la mía no son comparables: a mí me pusieron 15 grapas. Por cierto, éste –dijo señalando a su marido- las guarda de recuerdo.
- A nosotros se nos olvidó ese detalle. ¡Quiosquera! ¿Cuántas grapas tenía la cremallera que me han abierto en la barriga?
- Veintitrés
- ¿Ves, Suzzy? Mi cicatriz tenía más grapas.
- Porque a mí me hicieron el corte en horizontal.
- ¡Y una leche! ¡Lo que pasa es que mi niño era más grande!

jueves, enero 05, 2012

¡Tengo la castaña caliente!



Crecer a la sombra de dos tíos jóvenes, solteros y con ganas de cachondeo es divertido pero complicado. Corre uno el riesgo de convertirse en un sin crianza o en un cara dura de tomo y lomo. Hasta los siete años yo me crié junto a mi tío Paco y mi tío Manolo, hermanos menores de mi padre, y si no consiguieron convertirme en un sinvergüenza integral no fue porque no lo intentasen.
Mi tío Paco era el del chascarrillo, el que conocía la vida y milagros de todo el mundo y el que siempre tenía la anécdota simpática a punto para escupir. Mi tío Manolo no es que fuera más serio, es que era mucho más bruto y no necesitaba ni anécdotas ni chascarrillos para atraer mi atención. No sé si viene de familia o es vicio aprendido, pero cuando hincho la rueda de una bicicleta o aprieto un tornillo, me sorprendo mordiéndome la punta de la lengua tal como mi tío Manolo hacía cuando destripaba terrones con el legón.
Y como la tierra que trabajaban quedaba por detrás de mi casa, cada día me iba un rato con ellos “para echarles una mano”. A pesar de que ambos calculaban diariamente lo que me iban a pagar por el trabajo realizado, el verdadero pago lo daban en consejos.
- Cuando alguien te diga feo, tú le contestas: “pero tengo veintiún deo” –me enseñaba mi tío Paco-.
- Los hombres no lloran ni aunque lleven las tripas arrastrando –puntualizaba mi tío Manolo cuando me veía haciendo pucheros-.

No sé quién de los dos o si fueron ambos los que me enseñaron que la gurrina valía “para mear y para las niñas guapas”. Lo de mear lo entendí pronto pero no fui capaz de colegir qué podría hacer una niña guapa con el colgajillo. La cuestión es que, con el paso del tiempo, he llegado a dudar si determinadas anécdotas de mi vida sucedieron realmente o si fueron un simple invento de alguno de mis tíos.

En 1952 tuve que viajar a Granada y las circunstancias me obligaron a repetir la visita a menudo. Cada vez que volvía, mis tíos me preguntaban si ya me habían echado la cagarruta en la boca (al parecer, obligado peaje a que se habían de someter los visitantes primerizos) y qué cosas había visto en la ciudad o por el camino, y me lo hacían repetir delante de todo el mundo. Yo, cateto de nacimiento, narraba encantado las maravillas de la capital y las reflexiones que tales maravillas me sugerían.
Fue entre Lanjarón y Béznar donde vi por primera vez una vaca, animal que, para solaz de mis tíos, definí como una “cabra grande con tetas y cuernos”.
Me gustaba repetir cómo los aguadores voceaban su producto.
- ¡Eeeeéhhh, el agua!
Esto, que en la actualidad puede parecer extrañamente medieval, era costumbre común en las ciudades de interior, y digo de interior porque no lo vi ni en Almería ni en Málaga, ciudades que visité algunos años después. Los aguadores recorrían las calles más céntricas con su borriquilla y una especie de huevera metálica donde llevaban varios vasos; digo yo que para que, si se acercaban varios sedientos a la vez, no les diese la sensación de que bebían en un vaso chupado.

En todo caso, la anécdota que mis tíos más me hacían repetir era la de la castañera.
La Plaza de Bib-rambla era lo más parecido a Djemaa el Fna (Marrakech) que en Granada se podía ver por entonces. Vendedores de garrapiñadas, garbanzos tostados, perdices (patatas asadas), tostones (palomitas), etc. y aguadores, loteros y fotógrafos se repartían el espacio alrededor de la fuente. A la entrada de la plaza, según se viene de las Pasiegas, una señora de oscuro, pañuelo negro incluido, asaba castañas sobre la parrilla de un bidón preparado a tal fin.
- ¡Tengo la castaña caliente! –gritaba mientras envolvía el género en cucuruchos hechos con hojas del periódico Ideal (o Patria)-.
Ocho o diez metros hacia el centro de la plaza, un vendedor de boniatos le contestaba:
- ¡Tengo el boniato que arde!

Para mis tíos aquello era mejor que una película de Charlot.
- ¡Anda, Antoñico, cuenta como vendían castañas en la Plaza de Birrambla!
Y Antoñico repetía su cantinela:
- Había una mujer vendiendo castañas que decía: “¡Tengo la castaña caliente!”. Y un hombre le contestaba: “¡Tengo el moniato que arde!” .

Llegué a dudar que la historia fuese cierta pero, al cabo de los años, mi madre afirma que fue verdad. Y lo que mi madre dice, va a misa.